“Malos tiempos corren para la retórica, para los preceptistas y para los escritores que juraban por Horacio y Quintiliano. Aunque la estética, filosofía de lo bello, tampoco puede alabarse de merecer hoy gran respeto; sin embargo, su desprestigio no ha producido la reacción que parecía natural, en favor de su enemiga la antigua retórica. Hoy, á pesar de que cuantos mozalbetes piden la palabra en el Ateneo, están convencidos de que es una abstracción la idea absoluta de la belleza, y de que la fisiología es la que acaba á por explicar esas que se han llamado ley estéticas, seguimos diciendo todos con el personaje de Moratín:—¡Las reglas! ¿Para qué sirven las reglas?
Se quiere destronar á la estética, pero no la restauración de la retórica. Cualquier gacetillero, crítico temporero, se sonríe de lástima si le hablan de la armonía como fundamental idea de lo bello; citar á Hegel en estas materias es ya cursi; pero si se habla de Quintiliano, la sonrisa se acentúa, y en llegando á Boileau se suelta una carcajada. ¡Boileau! ¿Con qué rima Boileau? dice algún purista de ahora.”
Son palabras de Clarín y tienen algo más de un siglo, pero son de absoluta actualidad. No vamos hablar aquí del alejamiento de las normas por parte de los actuales autores de la literatura en general, y del teatro, en particular. Sino del mismo Boileau y del Canto Tercero de su Poética.
Este Tercer Canto de la Poética está estructurado en tres partes, relacionadas entre sí, pero claramente distinguibles. Se inicia con la tragedia (versos 1-159),sigue con la poesía épica, que tantas concomitancias tiene con aquélla (160-334) y, termina con la comedia (335-420), los últimos cinco versos podría ser una especie de conclusión referida al Teatro en general. Sin embargo, y dadas las muchas coincidencias que existen entre estos tres géneros, a veces generaliza y lo que dice para uno sirve para otro (por ejemplo, cuando critica a los poetas que recurren a los temas religiosos cristianos, ya sea en la tragedia, ya en la épica y, por supuesto, no podemos obviar la importancia que tiene para el preceptista francés la fuerza de la Razón en toda composición poética, sea cual sea su forma de expresión).
Veamos algunos puntos de forma más detenida.
Que la Poética de Boileau debe mucho a Aristóteles y a Horacio no es nada nuevo. Dice Aristóteles en su Poética: “ La tragedia es entonces la imitación de una acción de carácter elevado, completa, que posee una extensión determinada y que se expresa en un lenguaje bello y enriquecido con ornamentos adecuados que convienen a distintas partes de la obra. La tragedia se presenta bajo la forma de acción y no de una narrativa, y suscita en el espectador la pena, la compasión o el dolor, promoviendo así la purificación (Kathársis) que corresponde a estos estados emotivos” También Boileau habla de esa pasión que debe tener la escena y que debe provocar ciertos sentimientos en el espectador: “Haced que en todas vuestras obras la pasión conmovida se dirija al corazón, lo enardezca, y lo remueva. De nada sirve desarrollar sabiamente una escena, si la atrayente pasión no nos llena de suave terror con su hermoso movimiento, o no excita en nuestra alma la encantadora piedad.” Si bien, Boileau no llega hablar de catarsis propiamente, sí que habla de esa ‘encantadora piedad’ que debe provocar en nuestra alma una tragedia. Para el francés, la obra debe agradar y conmover y esto hacerlo desde un principio, por eso está de más la retórica vana y los rodeos para presentar el ‘asunto dramático’.
Coincide también Boileau con los aristotélicos en la unidad de acción, tiempo y lugar, y como muestra de lo que no debe ser recuerda a los autores españoles que tratan de forma muy licenciosa tanto lo uno como lo otro. Dice el francés: ‘la Razón nos domina con sus reglas... que, en un solo lugar y en un solo día, un acontecimiento único y completo mantenga el teatro colmado hasta el final’.
Así pues es precepto de la Razón esta unidad, como lo es también otra de las necesidades que debe cumplir un poema trágico: la verosimilitud de los hechos, que no parezcan increíbles, aunque sean fingidos. Horacio lo había dicho en su Epístola a los Pisones: ‘Las cosas inventadas para deleitar han de estar próximas a la verdad.’ Para Boileau: ‘el espíritu no se deja conmover por algo que no cree’ y unos versos más abajo, algo que es prescriptivo para la tragedia clásica: algunos hechos es mejor contarlos que representarlos en escena: ‘hay objetos que el arte juicioso debe ofrecer al oído pero sustraer a la vista’. También esto lo encontramos en Horacio (‘no llevarás a escena todo aquello que merezca ocurrir a escondidas, y quitarás de la vista muchas cosas’) y en el mismo Aristóteles que prefiere dejar fuera de la obra todo lo irracional, lo que podría herir al espectador y despertar su repudio.
Hace Boileau un breve recorrido por la historia de la Tragedia, desde los orígenes en los que un coro que danzaba y alababa a Dionisos. Pasando por Tespis, Esquilo y Sófocles, y es curioso un olvido significativo: Eurípides. Sobre los tragediógrafos latinos simplemente comenta ‘la debilidad’ frente la ‘divina elevación’ de los griegos. Sigue su recorrido con las primeras muestras teatrales en Francia, empleando términos como ‘grosera comparsa’, autores ‘simples’, regidos por un ‘tonto celo (et sottement zelée en sa simplicité joüa les saints, la Vierge et Dieu, par pieté). Pero, para Boileau esta situación fue salvada por el saber (sçavoir) que eliminando tales brumas volvió a la claridad de los asuntos clásicos. De nuevo la Razón triunfa sobre la confusión y la ignorancia.
Pero esta nueva tragedia no es del todo fiel copia de la grecolatina, a pesar de que los personajes son los mismos, y los asuntos también, subraya Boileau una diferencia formal: ‘los actores dejaron las máscaras antiguas, y la orquesta tomó el lugar del coro y de la música’. Es aquí un cambio digno de mencionar, pues un Aristóteles, un Horacio no habrían aceptado como buenas estas innovaciones. Para Aristóteles el coro es fundamental, un personaje más, que dialoga con los demás y que, en ocasiones, llega a ser, incluso el protagonista (como en las Eumenides de Esquilo, o en las Troyanas de Eurípides o en las Traquinias de Sófocles). Si vamos a las tragedias racinianas, la ausencia del coro en la acción está sustituida por la presencia de un buen número de confidentes, que cumplen la doble función, la que le es propia, y la que le correspondería al coro, trayendo y llevando información entre los diferentes espacios de la trama.
Volviendo a Boileau y retomando su Canto Tercero por donde lo habíamos dejado (versos 90-95), engarza el preceptista francés su rápida ojeada por la historia de la Tragedia con un tema que es frecuente en ellas, el tema del amor, de la pasión, previniendo al poeta de no caer en la descripción de ‘Bergers doucereux’, más propios de una novela sentimental que de una Tragedia. El amor que sientan los personajes trágicos debe estar equiparado al asunto, al carácter que tenga cada uno, no es necesario que sean perfectos, que no tengan falla, al contrario esto los alejaría de lo creíble, ‘gracias a estas pequeñas fallas consignadas en su pintura, el espíritu reconoce con placer la naturaleza’, y tal como lo hiciera siglos atrás Horacio, también Boileau insiste en la importancia de describir correctamente los caracteres de cada personaje (aquí se distancian algo del mismo Aristóteles, para quien no es importante la imitación del carácter humano sino de una acción, praxis), encuadrándolos en su tiempo y en su geografía, e incluso en sus climas (versos 112-114), y todo ello, de nuevo, porque la escena debe ajustarse a la Razón y al decoro.
Y termina esta parte dedicada a la Tragedia con dos recomendaciones, por una parte, la necesidad de que cada personaje hable como corresponde a su rango y a su situación, dice ‘Estos pomposos amasijos de palabras frívolas son propios de un declamador enamorado de las palabras.’ Si el autor quiere hacer llorar, debe llorar también él: ‘pour me tirer des pleurs, il faut que vous pleuriez’ (verso 143). Y relacionado con esta llamada de atención, otra: ‘para agradar, el autor debe replegarse de mil maneras: ya elevar el tono, ya bajarlo... en sus versos ha de corrrer de maravilla en maravilla, y todo lo que dice debe ser fácil de retener, para que quede un recuerdo perdurable de sus obras’, porque hay algo claro para Boileau, por el simple hecho de pasar por taquilla el espectador se convierte en un crítico con derecho a aplaudir o a silbar.
‘Así actúa la tragedia, avanza y se desarrolla’, conclusión que le sirve a Boileau para pasar a la poesía épica.
Como señalaran los preceptistas clásicos, Boileau ve también grandes paralelismos entre le Tragedia y la épica, pero también diferencias. Primero no se debe ajustar tanto a lo creíble, ‘vive de ficciones y se apoya en la leyenda para la narración amplia de acciones prolongadas’. Así pues, es narración y no representación. Esta es, sin duda, la principal diferencia. El poeta tiene mayor libertad para exponer las situaciones: ‘adorna, realza, embellece y engrandece todo, y encuentra a mano flores siempre abiertas’. Es tanta la necesidad de recurrir a estos artificios que ofrece la misma leyenda, que sin ellos, la poesía épica no pasaría de ser un episodio histórico.
Y, como hiciera con la tragedia, vuelve Boileau a emprenderlas con aquellos poetas que se sirven de elementos de la tradición cristiana como recursos para sus obras, ‘los tremendos misterios de la fe cristiana no admiten los adornos de la fantasía’ y más adelante: ‘no atreverse a emplear las figuras de la fábula en un cuadro profano y sonriente, (...), es dejarse alarmar tontamente por un escrúpulo vano, y pretender agradar sin adornos al lector.’
Es mucho más apropiado recurrir a la leyenda, en la que hasta los nombres de los personajes tienen carácter poético, ‘el sonido duro o estrafalario de un solo nombre puede volver grotesco o bárbaro un poema entero’.
Y para los que se adentren en la composición de un poema poético, una serie de consejos: a pesar de todos los recursos con los que se cuenta, que el poeta no caiga en el exceso: ‘en la narración sed vivos y concisos; en las descripciones, ricos y solemnes’; que no sean obras excesivamente largas, que tengan la extensión precisa; que no prometan en el inicio grandes cosas, ‘el comienzo ha de ser simple y sin afectación’ y emplea aquí Boileau una imagen que nos hace recordar de nuevo a la Epístola horaciana dedicada a los Pisones: la del ratoncillo que surge tras las enormes convulsiones de las montañas. Así sucede cuando se recurre a un comienzo grandioso, ¿qué se puede esperar después? Se preguntan ambos.
Continua Boileau caracterizando cómo debe ser un buen poema épico, siempre siguiendo a Aristóteles: que se empleen todos los recursos de los que se disponga, que sean sublimes, pero no aburridos, que sigan el ejemplo de Homero...
Y llega a la Comedia. Tal como había hecho con la Tragedia, también se ocupa ahora de los orígenes de este arte: como el asunto se escapó al decoro y cómo tuvieron que ponerle cotos a la burla y ‘a sus rasgos maldicientes’
La Comedia debe imitar la Naturaleza, que ofrece ‘retratos pintorescos’, cada personaje tiene su correspondiente en la propia naturaleza: el avaro, el joven, el hombre maduro, el viejo, todos tienen sus rasgos distintivos, sólo se ha de observador para encontrarlos y describirlos. ‘Estudiad la Corte y conoced la ciudad’, pero cuidado con no caer en lo popular y en lo bufo, de lo que acusa a Moliere. Y es la Razón la que cuida de que esto no suceda, de que se plantee con acierto el argumento y de que se resuelva con facilidad. Para Boileau es más razonable Terencio que Plauto.
Y termina el Canto, con una alabanza para aquellos autores que ‘saben deleitar con sólo la Razón’ y un duro comentario para los ‘falsos graciosos’, más apropiados para representar en el Pont-Neuf que en un teatro.
A lo largo de este recorrido por el Canto Tercero de la Poética de Boileau, hemos visto la actualización de los preceptos clásicos para el siglo XVII. No se limita Boileau a copiar a sus antecesores, sino que pretende hacer un manual que sirva a sus contemporáneos. No es revisar a los poetas antiguos, sino dejar por escrito los preceptos que han hecho que aquellos poetas antiguos sigan teniendo vitalidad, para que los poetas de su época se beneficien de su conocimiento. Por eso no duda en separarse de Aristóteles cuando lo que aquel dijo no tiene correspondencia con la época en la que le toca vivir a él y con los gustos de esta época. Antepone a todo la Razón que debe regir al poeta y que si domina sobre lo burdo, lo farsesco, lo irracional, conseguirá que la obra se convierta en arte.
María Inmaculada Manzanares Ruiz
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