Autora: María Inmaculada Manzanares Ruiz
Racine nos deja escrito en su primer Prefacio a Andrómaca:
“Aristóteles, lejos de pedirnos héroes perfectos, desea, por el contrario, que los personajes trágicos, es decir aquellos cuya desgracia da lugar a la catástrofe de la tragedia, no sean del todo buenos, ni malos del todo. No quiere que sean extremadamente buenos, porque el castigo de un hombre de bien provocaría la indignación del espectador, en lugar de su compasión, ni que sean perversos en exceso, porque no se siente piedad de un malvado. Es preciso, pues que su bondad sea intermedia, es decir, una virtud capaz de alguna debilidad y que lleguen a ser desgraciados por alguna falta cometida, que baste para que se les compadezca sin llegar a detestarlos.”
Para Goldman, Racine mantiene esta premisa no sólo para el ‘hombre trágico’, sino que además la extiende, en cierta medida, a los personajes que representan al Mundo, al menos en esta obra de Andrómaca. Pero ¿qué es eso del Hombre Trágico y el Mundo?
Goldman ve en las tragedias de Racine tres grandes personajes:
a. El Hombre Trágico, en esta ocasión representado por Andrómaca, que se debate entre la fidelidad a su marido (Héctor) y a sus principios, por una parte, y a los pactos que el Mundo le pide que haga con él. Sin embargo, y contrariamente a lo que sucede en otros casos, Andrómaca acabará pactando con el mundo. Por esto Goldman afirma que lo que parece una tragedia, se trata, en realidad, de un drama.
b. Dios, que es un Dios oculto, que no aparece. Aunque es el que empuja a actuar al héroe trágico, no tiene presencia en la escena. ‘Un personaje a la vez presente y ausente, el Dios de rostro doble encarnado por Héctor y Astyanax y sus exigencias contradictorias y por ello irrealizables.’
c. El Mundo, representado en esta obra por Pirro, Orestes y Hermíone. Hay entre ellos grandes diferencias que los individualizan, pero tienen una moral idéntica, ‘por su falta de consciencia y de grandeza humana’. En este caso, El Mundo se convierte en personaje principal, y es el que mueve, en cierto sentido, la acción. Andrómaca, el Hombre Trágico y humanizado, se ve envuelta en una serie de circunstancias de las que no es responsable. ‘El verdadero centro es el mundo, y, más concretamente, el mundo de las fieras de la vida apasionada y amorosa’. Orestes dice de sí mismo: ‘¡y yo soy un monstruo furibundo!’ y de Hermíone: ‘dejad que actúe Hermíone: la ingrata sabrá desgarrarme mejor que vosotras; y podré darle, al fin, mi corazón para que lo devore’ (ambas citas del Acto V, escenas IV y V).
Es, en realidad, Andrómaca el único ser humano de la obra y se opone a este mundo que le pide cosas que para ella son irrealizables. Sin embargo, Andrómaca pactará con el mundo, se convertirá en la esposa de Pirro y, sin participar en la autodestrucción que entre los personajes del Mundo se haga, saldrá triunfadora :
“Todo aquí se somete al gobierno de Andrómaca:
la tratan como reina, nos ven como enemigos.
La propia Andrómaca, tan rebelde a Pirro,
Le rinde los honores de una viuda fiel.” (Acto V, escena V)
Pasemos al análisis de ese personaje triple que es el MUNDO.
Ya hemos dicho que está representado por Orestes, Pirro y Hermíone. Entre ellos existen conflictos de los que es ajena Andrómaca. Y sin embargo, será la presencia de Andrómaca y su hijo (el habido con Héctor) lo que sirva de pretexto para resolverlos. Se mueven estos personajes en un mundo egoísta en el que sólo les importa su propia felicidad. Así a Orestes le importa poco lo que pase con Andrómaca e incluso con su hijo, a pesar de ser éste la excusa que tiene para llegar hasta el Palacio de Pirro. Tampoco le importa nada que Hermione no lo ame, lo importante es que él la ama a ella (En el Acto III, escena I, Orestes le dice a Pílades: ‘Tengo que llevármela, o, si no, perecer; la decisión está tomada, debo llevarla a cabo. Sí así lo quiero’). Y otro tanto le ocurre a Pirro respecto a Andrómaca (También en el Acto III, escena VII, Pirro habla a Andrómaca: ‘Pensadlo: ahora os dejo y vendré a recobraros, para acudir al templo donde aguarda ese hijo; y allí podréis verme, sumiso o furibundo, coronaros, señora, o darle muerte a él.’). En cuanto a Hermione que rechaza el amor de Orestes bajo el pretexto de que debe casarse por imperativo paterno con Pirro, sufre de celos por el desamor de éste y acaba reconociendo ante el hijo de Aquiles:
‘¿No te he amado, cruel? ¿Qué he hecho entonces?
Desdeñé por ti a todos nuestros príncipes;
Te he buscado yo misma en el confín de tus provincias;
Aquí estoy todavía, a pesar de tu infidelidad,
Y de la vergüenza que, a mis griegos, producen mis bondades’ (Acto IV, escena V)
En esta actitud de Hermione vemos también otra característica común en los tres personajes: son falsos y mentirosos. Dice Goldman: ‘con Hermione, Orestes y Pirro estamos en el mundo de la falsa consciencia, de la charlatanería. Las palabras no significan nunca lo que se dice con ellas; no son medios para expresar la esencia interior y auténtica de quien las pronuncia, sino unos instrumentos que emplea para engañar a los demás y a sí mismo’. Lo vemos nada más empezar en Orestes que llega al palacio de Pirro con el falso pretexto de venir a llevarse al hijo de Héctor, cuando lo que él quiere llevarse es a Hermione:
‘¡Feliz si pudiera, llevado de mi pasión
en lugar de a Astianacte, quitarle a mi princesa!’ (Acto I, escena I)
Unos versos más adelante, de nuevo, Orestes muestra su hipocresía frente a Pirro, en la escena II del mismo Acto I:
‘permitid que celebre haber sido elegido,
y que, ante vos muestre, señor, tanta alegría
por ver al hijo de Aquiles y al vencedor de Troya.
Sí, admiramos vuestros hechos como lo hicimos con sus hazañas.’
Pirro también se muestra mentiroso, su actitud ya es hipócrita desde el principio, sin haber aparecido en escena, lo que de él se dice, ya nos lo retrata. Luego, quedará confirmado.
En el Acto I, escena I, en boca de Pílades:
‘Amenaza de muerte a su hijo, lo esconde
y hace brotar un llanto que al momento enjuga.
La propia Hermíone ha visto ya cien veces
Retornar a sus brazos a este amante despechado
Y, al ofrecerle el homenaje de sus confusas promesas,
Suspirar a sus pies, de rabia, y no de amor.’
En el Acto II, escena V, Pirro en diálogo con Fénix, dice haber olvidado lo que sentía por Andrómaca:
‘¿Amarla yo? ¿A una ingrata
que más me odia, cuanto más la amo?’
En general, estos tres personajes viven en un universo de confusión, perdidos entre lo que es real y lo que ellos imaginan como real. Han creado su propio espacio paralelo al humano. Así Hermione, totalmente confundida, aparece por primera vez, en el Acto II, temerosa ante el encuentro con Orestes, temor a lo que pueda pensar Orestes a ver su situación y vergüenza:
‘Para mí, ¡qué vergüenza!; ¡qué triunfo para él
ver cómo mi infortunio iguala a su tormento!
¿Es ésta, se dirá, la orgullosa Hermíone?
A mí me desdeñó y otro la deja a ella.
¡La ingrata, que en tanto valoraba su corazón,
aprende ahora, a su vez, a sufrir el desdén!’
Miente ante Orestes, negando el amor que siente por Pirro (Acto II, escena II), deja a un lado la grandeza humana y prefiere seguir viviendo de forma denigrante, a cambio de ver cómo Pirro se hunde o mata a Andrómaca, en lugar de escapar como le propone Cleone:
‘Nos quedaremos para amargar su amor.
¡Qué peculiar placer estorbarles a ambos!
...
Que sufra los tormentos que ella me hace sufrir;
Que él se pierda por ella o que la haga morir.’ (II, I)
Cuando ve perdido definitivamente a Pirro, le pide a Orestes que lo destruya, que vengue su ofensa y como este duda, recurre a una especie de chantaje:
‘Contra mis deseos, señor, frustrados con vergüenza,
pese al justo horror que me inspira su crimen,
mientras viva, señor, temed que le perdone;
dudad hasta que muera de mi ira inconstante:
si no muere hoy, tal vez le ame mañana.’
Y anuncia lo que va a suceder cuando Orestes cumpla su deseo, ‘su ira inconstante’ se convierte en locura y en dolor, no es ella la que maneja su vida, sino el destino. Es esta otra característica de los personajes que conforman el Mundo, no son dueños de sus propios actos. Orestes atenta contra Pirro no porque él quiera, sino porque Hermione se lo exige. Hermione pide la muerte de Pirro, presa de los celos, no porque de forma objetiva crea que es lo mejor.
‘¿Dónde estoy? ¿Qué he hecho? ¿Y qué más he de hacer?
¿Qué locura me enajena?
¿Qué pena me devora?
...
¡Tiemblo sólo al pensar que el peligro le acecha!
¡Dispuesta a mi venganza, quiero ya perdonarle!
No, no revoquemos nuestra colérica orden:
¡Que perezca!, al fin y al cabo, no vive para nos.
...
¿Se deberá su muerte al amor de Hermíone?
...
por él he atravesado tantos mares y Estados,
para venir tan lejos a disponer su muerte,
¿a asesinarle, a perderle? ¡Ah!, antes de que expire...’ (Acto V, escena I)
Y cuando Orestes llega hasta ella, con el anuncio del magnicidio, lo rechaza, y lo inculpa de la muerte: ‘¡Ay!, ¡y había que creer a una amante insensata?’
Y Orestes, en medio de su locura, ya no sabe por qué mató ni tan siquiera se reconoce a sí mismo. Pero esta actitud tampoco es nueva, porque desde la primera escena del primer Acto, ya se nos había aparecido un Orestes que se autoengañaba respecto a los sentimientos que hacia Hermione sentía, y a lo largo de la obra seguirá fingiendo cumplir una labor política, que, en realidad, le trae sin cuidado. Mata a Pirro no porque él quiera, incluso le pone trabas a Hermione cuando ésta se lo pide, se asombra al ver la reacción de su amante cuando su deseo es cumplido y totalmente confuso se pregunta para qué ha servido mancharse las manos de sangre. Ha actuado, de nuevo, no por su propia voluntad, sino por la voluntad ajena, y ahora sufre las consecuencias:
‘¿Por quién? Por una ingrata a quien lo prometí,
que incluso, si él no muere, nunca más querrá verme,
cuyo odio hice mío. Y cuando la he servido,
me pide le devuelva su sangre y aun su vida.
¡Le ama! ¡y yo soy un monstruo furibundo!’ (V, IV).
Y acaba hundido por completo en la locura, cuando conoce la muerte de Hermione. ‘Pierde el sentido’, dice Pílades al final de la obra.
También Pirro vive confundido, no es dueño de su propio destino: le han impuesto una boda con Hermíone, vive con el peso de la figura paterna y sus propios actos en Troya, está enamorado de una esclava ante la que suplica que lo ame, está dispuesto a enfrentarse al resto de Grecia por conseguir a Andrómaca, ante Fénix dice haber olvidado el amor de la troyana, y, finalmente muere por el ataque de ira de Hermione. A lo largo de la obra, cambia de opinión, no por haber reflexionado, sino según la actitud que Andrómaca tome hacia él, en un principio niega a Orestes la entrega del niño, esperando una recompensa por parte de Andrómaca, cuando ésta se la niega, promete la entrega de su rehén, y finalmente, ante la decisión de Andrómaca de firmar con él un pacto, deja libre al hijo de Héctor.
Y por último es curioso, tal como señala Goldman, cómo la propia Andrómaca al elegir casarse con Pirro, en lugar de la muerte que había anunciado, entra a formar parte del mundo, en cierto modo: ‘Pese a todas las diferencias..., pese a la grandeza moral de su acto, en ciertos aspectos vuelve a introducirse en el mundo.’ Sigue Goldman señalando cómo Racine para seguir manteniendo esa diferencia entre Andrómaca y el Mundo, a pesar de su pacto, hace que el Mundo quede destruido: Pirro y Hermíone mueren y Orestes se vuelve loco, de esta manera ‘salva enteramente la grandeza moral y material de Andrómaca, su oposición al mundo’.
Andrómaca, el hombre trágico, ha vencido al mundo.
2 de junio de 2005
Prefacios a la Andrómaca de Racine
En la Epístola dedicada a Madame (Enriqueta de Inglaterra, cuñada del rey Luis XIV) que antecede a los prefacios y a la obra en sí, nos recuerda Racine su intención de conmover al espectador, al menos se siente orgulloso de haber hecho que la dama hubiera derramado unas lágrimas durante la lectura que ante la corte había hecho el mismo poeta. Pero, al mismo tiempo invoca a ‘una inteligencia a la que ningún falso resplandor podría engañar’. Así pues no es sólo conmover el corazón del espectador lo que pretende Racine.
Veamos los Prefacios a la obra en los que el escritor justifica algunas interpretaciones que ha hecho al asunto legendario.
En el Primer prefacio, Racine presenta el argumento completo de la obra, no se propone deslumbrar por la originalidad de éste, es más, supone que su público lo conoce, tal como el público de Eurípides conocía el argumento que se iba a desarrollar en su Andrómaca o en su Troyanas y el de Séneca quería contemplar en las Troyanas lo que ya tenían sabido o los lectores de Virgilio habían oído tantas veces con anterioridad todo aquello que él vitalizaba con sus versos. En palabras de Racine: ‘mis personajes son tan famosos en la antigüedad que, por poco que se la conozca, se verá claramente que los he pintado tal como los antiguos poetas nos los han descrito’. Sin embargo, nos dice Racine, ha recibido criticas por el carácter con el que describe a Pirro, para él menos feroz que el de Séneca o el de Virgilio. Tampoco se ha comprendido por algunos espectadores el hecho de que Pirro, noble, se rebajase a enfadarse con una esclava y a querer casarse con ella ‘a cualquier precio’.
‘Evitad en la tragedia las pequeñeces de los héroes de las novelas, pero poned alguna flaqueza en sus fuertes corazones’ dice Boileau. Y Aristóteles había dicho que cada personaje debe actuar como es más verosímil y racional y, el mismo Racine nos lo recuerda, que los personajes clásicos no pueden ser del todo buenos ni del todo malos. Horacio, también dentro de la corriente aristotélica, había animado al escritor a respetar la tradición y mantenerse dentro de ella, hacer de Aquiles (y Pirro es su hijo) un ser feroz, implacable, cruel, para el que las leyes no tienen sentido.
Racine no se ha molestado en hacer de Pirro ni un ser malvado por completo, al que todos repudien y por el que nadie pueda sentir piedad, ni un ser excesivamente bueno, por el que todos sientan lástima y su castigo provoque ‘la indignación del espectador, en lugar de su compasión’. Por eso, opta por hacer un personaje más humano, y, por lo tanto, más verosímil y más vivo.
Sin embargo, Racine, en el Segundo prefacio confiesa que no todo ha sido tal fiel a la tradición eurípidea, que si bien, ha mantenido muchos puntos en común, no lo ha hecho así con elementos claves para el desarrollo de la acción. Hablando del carácter celoso y arrebatado de Hermione, dice: ‘Esto es casi lo único que he tomado prestado aquí de este autor, ya que, aunque mi tragedia lleva el mismo título que la suya, el argumento es, sin embargo, muy diferente.’ Ha hecho Racine que el hijo que Andrómaca tuvo con Héctor sobreviva en el cautiverio, y es éste y no otro habido con Pirro el que está en peligro de muerte, es por este Astianacte por el que sufre Andrómaca, lo hace porque cree que es mucho más dramático y verosímil que la madre sufra por un hijo nacido del hombre al que ama y no por un hijo a cuyo padre detesta. ¿Es un atrevimiento por parte de Racine esta resolución? Él mismo justifica ‘esa pequeña libertad’: ‘hay una gran diferencia entre destruir la base principal de un relato, y alterar algunos incidentes de él, los cuales, de hecho, cambian casi siempre de aspecto, según qué manos los tratan.’ Y para testimoniarlo recurre a algunos ejemplos sacados de los autores antiguos: el caso del fantasma de Helena que Eurípides hace viajar a Troya, quedando la real en Egipto; o la muerte de Yocasta que representa Sófocles, justo después del reconocimiento que hace de Edipo frente a la resolución que le da Eurípides haciéndola vivir hasta después del asalto a Tebas y la muerte de sus dos hijos. Son todas licencias permisibles, pues ninguna de ellas altera, según Racine, la ‘base principal del relato’.
No es nuevo desde luego este planteamiento de Racine, la preceptiva clásica admite estas variantes, pues el hecho no es transcribir lo que otros han escrito, sino recrearlo utilizando, si es necesario, otros recursos. Dice Horacio en su Epístola a los Pisones: ‘Los argumentos de uso común serán de tu propiedad si no te entretienes en los pasajes vulgares y triviales y no te preocupas en traducir, como fiel intérprete, palabra por palabra, o no te ciñes, como un plagista, a una estricta imitación, donde la timidez o el carácter de la obra te impiden cambiar un solo pie métrico.’ (versos 130-135)
María Inmaculada Manzanares Ruiz
Veamos los Prefacios a la obra en los que el escritor justifica algunas interpretaciones que ha hecho al asunto legendario.
En el Primer prefacio, Racine presenta el argumento completo de la obra, no se propone deslumbrar por la originalidad de éste, es más, supone que su público lo conoce, tal como el público de Eurípides conocía el argumento que se iba a desarrollar en su Andrómaca o en su Troyanas y el de Séneca quería contemplar en las Troyanas lo que ya tenían sabido o los lectores de Virgilio habían oído tantas veces con anterioridad todo aquello que él vitalizaba con sus versos. En palabras de Racine: ‘mis personajes son tan famosos en la antigüedad que, por poco que se la conozca, se verá claramente que los he pintado tal como los antiguos poetas nos los han descrito’. Sin embargo, nos dice Racine, ha recibido criticas por el carácter con el que describe a Pirro, para él menos feroz que el de Séneca o el de Virgilio. Tampoco se ha comprendido por algunos espectadores el hecho de que Pirro, noble, se rebajase a enfadarse con una esclava y a querer casarse con ella ‘a cualquier precio’.
‘Evitad en la tragedia las pequeñeces de los héroes de las novelas, pero poned alguna flaqueza en sus fuertes corazones’ dice Boileau. Y Aristóteles había dicho que cada personaje debe actuar como es más verosímil y racional y, el mismo Racine nos lo recuerda, que los personajes clásicos no pueden ser del todo buenos ni del todo malos. Horacio, también dentro de la corriente aristotélica, había animado al escritor a respetar la tradición y mantenerse dentro de ella, hacer de Aquiles (y Pirro es su hijo) un ser feroz, implacable, cruel, para el que las leyes no tienen sentido.
Racine no se ha molestado en hacer de Pirro ni un ser malvado por completo, al que todos repudien y por el que nadie pueda sentir piedad, ni un ser excesivamente bueno, por el que todos sientan lástima y su castigo provoque ‘la indignación del espectador, en lugar de su compasión’. Por eso, opta por hacer un personaje más humano, y, por lo tanto, más verosímil y más vivo.
Sin embargo, Racine, en el Segundo prefacio confiesa que no todo ha sido tal fiel a la tradición eurípidea, que si bien, ha mantenido muchos puntos en común, no lo ha hecho así con elementos claves para el desarrollo de la acción. Hablando del carácter celoso y arrebatado de Hermione, dice: ‘Esto es casi lo único que he tomado prestado aquí de este autor, ya que, aunque mi tragedia lleva el mismo título que la suya, el argumento es, sin embargo, muy diferente.’ Ha hecho Racine que el hijo que Andrómaca tuvo con Héctor sobreviva en el cautiverio, y es éste y no otro habido con Pirro el que está en peligro de muerte, es por este Astianacte por el que sufre Andrómaca, lo hace porque cree que es mucho más dramático y verosímil que la madre sufra por un hijo nacido del hombre al que ama y no por un hijo a cuyo padre detesta. ¿Es un atrevimiento por parte de Racine esta resolución? Él mismo justifica ‘esa pequeña libertad’: ‘hay una gran diferencia entre destruir la base principal de un relato, y alterar algunos incidentes de él, los cuales, de hecho, cambian casi siempre de aspecto, según qué manos los tratan.’ Y para testimoniarlo recurre a algunos ejemplos sacados de los autores antiguos: el caso del fantasma de Helena que Eurípides hace viajar a Troya, quedando la real en Egipto; o la muerte de Yocasta que representa Sófocles, justo después del reconocimiento que hace de Edipo frente a la resolución que le da Eurípides haciéndola vivir hasta después del asalto a Tebas y la muerte de sus dos hijos. Son todas licencias permisibles, pues ninguna de ellas altera, según Racine, la ‘base principal del relato’.
No es nuevo desde luego este planteamiento de Racine, la preceptiva clásica admite estas variantes, pues el hecho no es transcribir lo que otros han escrito, sino recrearlo utilizando, si es necesario, otros recursos. Dice Horacio en su Epístola a los Pisones: ‘Los argumentos de uso común serán de tu propiedad si no te entretienes en los pasajes vulgares y triviales y no te preocupas en traducir, como fiel intérprete, palabra por palabra, o no te ciñes, como un plagista, a una estricta imitación, donde la timidez o el carácter de la obra te impiden cambiar un solo pie métrico.’ (versos 130-135)
María Inmaculada Manzanares Ruiz
Canto Tercero de la Poética de Boileau
“Malos tiempos corren para la retórica, para los preceptistas y para los escritores que juraban por Horacio y Quintiliano. Aunque la estética, filosofía de lo bello, tampoco puede alabarse de merecer hoy gran respeto; sin embargo, su desprestigio no ha producido la reacción que parecía natural, en favor de su enemiga la antigua retórica. Hoy, á pesar de que cuantos mozalbetes piden la palabra en el Ateneo, están convencidos de que es una abstracción la idea absoluta de la belleza, y de que la fisiología es la que acaba á por explicar esas que se han llamado ley estéticas, seguimos diciendo todos con el personaje de Moratín:—¡Las reglas! ¿Para qué sirven las reglas?
Se quiere destronar á la estética, pero no la restauración de la retórica. Cualquier gacetillero, crítico temporero, se sonríe de lástima si le hablan de la armonía como fundamental idea de lo bello; citar á Hegel en estas materias es ya cursi; pero si se habla de Quintiliano, la sonrisa se acentúa, y en llegando á Boileau se suelta una carcajada. ¡Boileau! ¿Con qué rima Boileau? dice algún purista de ahora.”
Son palabras de Clarín y tienen algo más de un siglo, pero son de absoluta actualidad. No vamos hablar aquí del alejamiento de las normas por parte de los actuales autores de la literatura en general, y del teatro, en particular. Sino del mismo Boileau y del Canto Tercero de su Poética.
Este Tercer Canto de la Poética está estructurado en tres partes, relacionadas entre sí, pero claramente distinguibles. Se inicia con la tragedia (versos 1-159),sigue con la poesía épica, que tantas concomitancias tiene con aquélla (160-334) y, termina con la comedia (335-420), los últimos cinco versos podría ser una especie de conclusión referida al Teatro en general. Sin embargo, y dadas las muchas coincidencias que existen entre estos tres géneros, a veces generaliza y lo que dice para uno sirve para otro (por ejemplo, cuando critica a los poetas que recurren a los temas religiosos cristianos, ya sea en la tragedia, ya en la épica y, por supuesto, no podemos obviar la importancia que tiene para el preceptista francés la fuerza de la Razón en toda composición poética, sea cual sea su forma de expresión).
Veamos algunos puntos de forma más detenida.
Que la Poética de Boileau debe mucho a Aristóteles y a Horacio no es nada nuevo. Dice Aristóteles en su Poética: “ La tragedia es entonces la imitación de una acción de carácter elevado, completa, que posee una extensión determinada y que se expresa en un lenguaje bello y enriquecido con ornamentos adecuados que convienen a distintas partes de la obra. La tragedia se presenta bajo la forma de acción y no de una narrativa, y suscita en el espectador la pena, la compasión o el dolor, promoviendo así la purificación (Kathársis) que corresponde a estos estados emotivos” También Boileau habla de esa pasión que debe tener la escena y que debe provocar ciertos sentimientos en el espectador: “Haced que en todas vuestras obras la pasión conmovida se dirija al corazón, lo enardezca, y lo remueva. De nada sirve desarrollar sabiamente una escena, si la atrayente pasión no nos llena de suave terror con su hermoso movimiento, o no excita en nuestra alma la encantadora piedad.” Si bien, Boileau no llega hablar de catarsis propiamente, sí que habla de esa ‘encantadora piedad’ que debe provocar en nuestra alma una tragedia. Para el francés, la obra debe agradar y conmover y esto hacerlo desde un principio, por eso está de más la retórica vana y los rodeos para presentar el ‘asunto dramático’.
Coincide también Boileau con los aristotélicos en la unidad de acción, tiempo y lugar, y como muestra de lo que no debe ser recuerda a los autores españoles que tratan de forma muy licenciosa tanto lo uno como lo otro. Dice el francés: ‘la Razón nos domina con sus reglas... que, en un solo lugar y en un solo día, un acontecimiento único y completo mantenga el teatro colmado hasta el final’.
Así pues es precepto de la Razón esta unidad, como lo es también otra de las necesidades que debe cumplir un poema trágico: la verosimilitud de los hechos, que no parezcan increíbles, aunque sean fingidos. Horacio lo había dicho en su Epístola a los Pisones: ‘Las cosas inventadas para deleitar han de estar próximas a la verdad.’ Para Boileau: ‘el espíritu no se deja conmover por algo que no cree’ y unos versos más abajo, algo que es prescriptivo para la tragedia clásica: algunos hechos es mejor contarlos que representarlos en escena: ‘hay objetos que el arte juicioso debe ofrecer al oído pero sustraer a la vista’. También esto lo encontramos en Horacio (‘no llevarás a escena todo aquello que merezca ocurrir a escondidas, y quitarás de la vista muchas cosas’) y en el mismo Aristóteles que prefiere dejar fuera de la obra todo lo irracional, lo que podría herir al espectador y despertar su repudio.
Hace Boileau un breve recorrido por la historia de la Tragedia, desde los orígenes en los que un coro que danzaba y alababa a Dionisos. Pasando por Tespis, Esquilo y Sófocles, y es curioso un olvido significativo: Eurípides. Sobre los tragediógrafos latinos simplemente comenta ‘la debilidad’ frente la ‘divina elevación’ de los griegos. Sigue su recorrido con las primeras muestras teatrales en Francia, empleando términos como ‘grosera comparsa’, autores ‘simples’, regidos por un ‘tonto celo (et sottement zelée en sa simplicité joüa les saints, la Vierge et Dieu, par pieté). Pero, para Boileau esta situación fue salvada por el saber (sçavoir) que eliminando tales brumas volvió a la claridad de los asuntos clásicos. De nuevo la Razón triunfa sobre la confusión y la ignorancia.
Pero esta nueva tragedia no es del todo fiel copia de la grecolatina, a pesar de que los personajes son los mismos, y los asuntos también, subraya Boileau una diferencia formal: ‘los actores dejaron las máscaras antiguas, y la orquesta tomó el lugar del coro y de la música’. Es aquí un cambio digno de mencionar, pues un Aristóteles, un Horacio no habrían aceptado como buenas estas innovaciones. Para Aristóteles el coro es fundamental, un personaje más, que dialoga con los demás y que, en ocasiones, llega a ser, incluso el protagonista (como en las Eumenides de Esquilo, o en las Troyanas de Eurípides o en las Traquinias de Sófocles). Si vamos a las tragedias racinianas, la ausencia del coro en la acción está sustituida por la presencia de un buen número de confidentes, que cumplen la doble función, la que le es propia, y la que le correspondería al coro, trayendo y llevando información entre los diferentes espacios de la trama.
Volviendo a Boileau y retomando su Canto Tercero por donde lo habíamos dejado (versos 90-95), engarza el preceptista francés su rápida ojeada por la historia de la Tragedia con un tema que es frecuente en ellas, el tema del amor, de la pasión, previniendo al poeta de no caer en la descripción de ‘Bergers doucereux’, más propios de una novela sentimental que de una Tragedia. El amor que sientan los personajes trágicos debe estar equiparado al asunto, al carácter que tenga cada uno, no es necesario que sean perfectos, que no tengan falla, al contrario esto los alejaría de lo creíble, ‘gracias a estas pequeñas fallas consignadas en su pintura, el espíritu reconoce con placer la naturaleza’, y tal como lo hiciera siglos atrás Horacio, también Boileau insiste en la importancia de describir correctamente los caracteres de cada personaje (aquí se distancian algo del mismo Aristóteles, para quien no es importante la imitación del carácter humano sino de una acción, praxis), encuadrándolos en su tiempo y en su geografía, e incluso en sus climas (versos 112-114), y todo ello, de nuevo, porque la escena debe ajustarse a la Razón y al decoro.
Y termina esta parte dedicada a la Tragedia con dos recomendaciones, por una parte, la necesidad de que cada personaje hable como corresponde a su rango y a su situación, dice ‘Estos pomposos amasijos de palabras frívolas son propios de un declamador enamorado de las palabras.’ Si el autor quiere hacer llorar, debe llorar también él: ‘pour me tirer des pleurs, il faut que vous pleuriez’ (verso 143). Y relacionado con esta llamada de atención, otra: ‘para agradar, el autor debe replegarse de mil maneras: ya elevar el tono, ya bajarlo... en sus versos ha de corrrer de maravilla en maravilla, y todo lo que dice debe ser fácil de retener, para que quede un recuerdo perdurable de sus obras’, porque hay algo claro para Boileau, por el simple hecho de pasar por taquilla el espectador se convierte en un crítico con derecho a aplaudir o a silbar.
‘Así actúa la tragedia, avanza y se desarrolla’, conclusión que le sirve a Boileau para pasar a la poesía épica.
Como señalaran los preceptistas clásicos, Boileau ve también grandes paralelismos entre le Tragedia y la épica, pero también diferencias. Primero no se debe ajustar tanto a lo creíble, ‘vive de ficciones y se apoya en la leyenda para la narración amplia de acciones prolongadas’. Así pues, es narración y no representación. Esta es, sin duda, la principal diferencia. El poeta tiene mayor libertad para exponer las situaciones: ‘adorna, realza, embellece y engrandece todo, y encuentra a mano flores siempre abiertas’. Es tanta la necesidad de recurrir a estos artificios que ofrece la misma leyenda, que sin ellos, la poesía épica no pasaría de ser un episodio histórico.
Y, como hiciera con la tragedia, vuelve Boileau a emprenderlas con aquellos poetas que se sirven de elementos de la tradición cristiana como recursos para sus obras, ‘los tremendos misterios de la fe cristiana no admiten los adornos de la fantasía’ y más adelante: ‘no atreverse a emplear las figuras de la fábula en un cuadro profano y sonriente, (...), es dejarse alarmar tontamente por un escrúpulo vano, y pretender agradar sin adornos al lector.’
Es mucho más apropiado recurrir a la leyenda, en la que hasta los nombres de los personajes tienen carácter poético, ‘el sonido duro o estrafalario de un solo nombre puede volver grotesco o bárbaro un poema entero’.
Y para los que se adentren en la composición de un poema poético, una serie de consejos: a pesar de todos los recursos con los que se cuenta, que el poeta no caiga en el exceso: ‘en la narración sed vivos y concisos; en las descripciones, ricos y solemnes’; que no sean obras excesivamente largas, que tengan la extensión precisa; que no prometan en el inicio grandes cosas, ‘el comienzo ha de ser simple y sin afectación’ y emplea aquí Boileau una imagen que nos hace recordar de nuevo a la Epístola horaciana dedicada a los Pisones: la del ratoncillo que surge tras las enormes convulsiones de las montañas. Así sucede cuando se recurre a un comienzo grandioso, ¿qué se puede esperar después? Se preguntan ambos.
Continua Boileau caracterizando cómo debe ser un buen poema épico, siempre siguiendo a Aristóteles: que se empleen todos los recursos de los que se disponga, que sean sublimes, pero no aburridos, que sigan el ejemplo de Homero...
Y llega a la Comedia. Tal como había hecho con la Tragedia, también se ocupa ahora de los orígenes de este arte: como el asunto se escapó al decoro y cómo tuvieron que ponerle cotos a la burla y ‘a sus rasgos maldicientes’
La Comedia debe imitar la Naturaleza, que ofrece ‘retratos pintorescos’, cada personaje tiene su correspondiente en la propia naturaleza: el avaro, el joven, el hombre maduro, el viejo, todos tienen sus rasgos distintivos, sólo se ha de observador para encontrarlos y describirlos. ‘Estudiad la Corte y conoced la ciudad’, pero cuidado con no caer en lo popular y en lo bufo, de lo que acusa a Moliere. Y es la Razón la que cuida de que esto no suceda, de que se plantee con acierto el argumento y de que se resuelva con facilidad. Para Boileau es más razonable Terencio que Plauto.
Y termina el Canto, con una alabanza para aquellos autores que ‘saben deleitar con sólo la Razón’ y un duro comentario para los ‘falsos graciosos’, más apropiados para representar en el Pont-Neuf que en un teatro.
A lo largo de este recorrido por el Canto Tercero de la Poética de Boileau, hemos visto la actualización de los preceptos clásicos para el siglo XVII. No se limita Boileau a copiar a sus antecesores, sino que pretende hacer un manual que sirva a sus contemporáneos. No es revisar a los poetas antiguos, sino dejar por escrito los preceptos que han hecho que aquellos poetas antiguos sigan teniendo vitalidad, para que los poetas de su época se beneficien de su conocimiento. Por eso no duda en separarse de Aristóteles cuando lo que aquel dijo no tiene correspondencia con la época en la que le toca vivir a él y con los gustos de esta época. Antepone a todo la Razón que debe regir al poeta y que si domina sobre lo burdo, lo farsesco, lo irracional, conseguirá que la obra se convierta en arte.
María Inmaculada Manzanares Ruiz
Se quiere destronar á la estética, pero no la restauración de la retórica. Cualquier gacetillero, crítico temporero, se sonríe de lástima si le hablan de la armonía como fundamental idea de lo bello; citar á Hegel en estas materias es ya cursi; pero si se habla de Quintiliano, la sonrisa se acentúa, y en llegando á Boileau se suelta una carcajada. ¡Boileau! ¿Con qué rima Boileau? dice algún purista de ahora.”
Son palabras de Clarín y tienen algo más de un siglo, pero son de absoluta actualidad. No vamos hablar aquí del alejamiento de las normas por parte de los actuales autores de la literatura en general, y del teatro, en particular. Sino del mismo Boileau y del Canto Tercero de su Poética.
Este Tercer Canto de la Poética está estructurado en tres partes, relacionadas entre sí, pero claramente distinguibles. Se inicia con la tragedia (versos 1-159),sigue con la poesía épica, que tantas concomitancias tiene con aquélla (160-334) y, termina con la comedia (335-420), los últimos cinco versos podría ser una especie de conclusión referida al Teatro en general. Sin embargo, y dadas las muchas coincidencias que existen entre estos tres géneros, a veces generaliza y lo que dice para uno sirve para otro (por ejemplo, cuando critica a los poetas que recurren a los temas religiosos cristianos, ya sea en la tragedia, ya en la épica y, por supuesto, no podemos obviar la importancia que tiene para el preceptista francés la fuerza de la Razón en toda composición poética, sea cual sea su forma de expresión).
Veamos algunos puntos de forma más detenida.
Que la Poética de Boileau debe mucho a Aristóteles y a Horacio no es nada nuevo. Dice Aristóteles en su Poética: “ La tragedia es entonces la imitación de una acción de carácter elevado, completa, que posee una extensión determinada y que se expresa en un lenguaje bello y enriquecido con ornamentos adecuados que convienen a distintas partes de la obra. La tragedia se presenta bajo la forma de acción y no de una narrativa, y suscita en el espectador la pena, la compasión o el dolor, promoviendo así la purificación (Kathársis) que corresponde a estos estados emotivos” También Boileau habla de esa pasión que debe tener la escena y que debe provocar ciertos sentimientos en el espectador: “Haced que en todas vuestras obras la pasión conmovida se dirija al corazón, lo enardezca, y lo remueva. De nada sirve desarrollar sabiamente una escena, si la atrayente pasión no nos llena de suave terror con su hermoso movimiento, o no excita en nuestra alma la encantadora piedad.” Si bien, Boileau no llega hablar de catarsis propiamente, sí que habla de esa ‘encantadora piedad’ que debe provocar en nuestra alma una tragedia. Para el francés, la obra debe agradar y conmover y esto hacerlo desde un principio, por eso está de más la retórica vana y los rodeos para presentar el ‘asunto dramático’.
Coincide también Boileau con los aristotélicos en la unidad de acción, tiempo y lugar, y como muestra de lo que no debe ser recuerda a los autores españoles que tratan de forma muy licenciosa tanto lo uno como lo otro. Dice el francés: ‘la Razón nos domina con sus reglas... que, en un solo lugar y en un solo día, un acontecimiento único y completo mantenga el teatro colmado hasta el final’.
Así pues es precepto de la Razón esta unidad, como lo es también otra de las necesidades que debe cumplir un poema trágico: la verosimilitud de los hechos, que no parezcan increíbles, aunque sean fingidos. Horacio lo había dicho en su Epístola a los Pisones: ‘Las cosas inventadas para deleitar han de estar próximas a la verdad.’ Para Boileau: ‘el espíritu no se deja conmover por algo que no cree’ y unos versos más abajo, algo que es prescriptivo para la tragedia clásica: algunos hechos es mejor contarlos que representarlos en escena: ‘hay objetos que el arte juicioso debe ofrecer al oído pero sustraer a la vista’. También esto lo encontramos en Horacio (‘no llevarás a escena todo aquello que merezca ocurrir a escondidas, y quitarás de la vista muchas cosas’) y en el mismo Aristóteles que prefiere dejar fuera de la obra todo lo irracional, lo que podría herir al espectador y despertar su repudio.
Hace Boileau un breve recorrido por la historia de la Tragedia, desde los orígenes en los que un coro que danzaba y alababa a Dionisos. Pasando por Tespis, Esquilo y Sófocles, y es curioso un olvido significativo: Eurípides. Sobre los tragediógrafos latinos simplemente comenta ‘la debilidad’ frente la ‘divina elevación’ de los griegos. Sigue su recorrido con las primeras muestras teatrales en Francia, empleando términos como ‘grosera comparsa’, autores ‘simples’, regidos por un ‘tonto celo (et sottement zelée en sa simplicité joüa les saints, la Vierge et Dieu, par pieté). Pero, para Boileau esta situación fue salvada por el saber (sçavoir) que eliminando tales brumas volvió a la claridad de los asuntos clásicos. De nuevo la Razón triunfa sobre la confusión y la ignorancia.
Pero esta nueva tragedia no es del todo fiel copia de la grecolatina, a pesar de que los personajes son los mismos, y los asuntos también, subraya Boileau una diferencia formal: ‘los actores dejaron las máscaras antiguas, y la orquesta tomó el lugar del coro y de la música’. Es aquí un cambio digno de mencionar, pues un Aristóteles, un Horacio no habrían aceptado como buenas estas innovaciones. Para Aristóteles el coro es fundamental, un personaje más, que dialoga con los demás y que, en ocasiones, llega a ser, incluso el protagonista (como en las Eumenides de Esquilo, o en las Troyanas de Eurípides o en las Traquinias de Sófocles). Si vamos a las tragedias racinianas, la ausencia del coro en la acción está sustituida por la presencia de un buen número de confidentes, que cumplen la doble función, la que le es propia, y la que le correspondería al coro, trayendo y llevando información entre los diferentes espacios de la trama.
Volviendo a Boileau y retomando su Canto Tercero por donde lo habíamos dejado (versos 90-95), engarza el preceptista francés su rápida ojeada por la historia de la Tragedia con un tema que es frecuente en ellas, el tema del amor, de la pasión, previniendo al poeta de no caer en la descripción de ‘Bergers doucereux’, más propios de una novela sentimental que de una Tragedia. El amor que sientan los personajes trágicos debe estar equiparado al asunto, al carácter que tenga cada uno, no es necesario que sean perfectos, que no tengan falla, al contrario esto los alejaría de lo creíble, ‘gracias a estas pequeñas fallas consignadas en su pintura, el espíritu reconoce con placer la naturaleza’, y tal como lo hiciera siglos atrás Horacio, también Boileau insiste en la importancia de describir correctamente los caracteres de cada personaje (aquí se distancian algo del mismo Aristóteles, para quien no es importante la imitación del carácter humano sino de una acción, praxis), encuadrándolos en su tiempo y en su geografía, e incluso en sus climas (versos 112-114), y todo ello, de nuevo, porque la escena debe ajustarse a la Razón y al decoro.
Y termina esta parte dedicada a la Tragedia con dos recomendaciones, por una parte, la necesidad de que cada personaje hable como corresponde a su rango y a su situación, dice ‘Estos pomposos amasijos de palabras frívolas son propios de un declamador enamorado de las palabras.’ Si el autor quiere hacer llorar, debe llorar también él: ‘pour me tirer des pleurs, il faut que vous pleuriez’ (verso 143). Y relacionado con esta llamada de atención, otra: ‘para agradar, el autor debe replegarse de mil maneras: ya elevar el tono, ya bajarlo... en sus versos ha de corrrer de maravilla en maravilla, y todo lo que dice debe ser fácil de retener, para que quede un recuerdo perdurable de sus obras’, porque hay algo claro para Boileau, por el simple hecho de pasar por taquilla el espectador se convierte en un crítico con derecho a aplaudir o a silbar.
‘Así actúa la tragedia, avanza y se desarrolla’, conclusión que le sirve a Boileau para pasar a la poesía épica.
Como señalaran los preceptistas clásicos, Boileau ve también grandes paralelismos entre le Tragedia y la épica, pero también diferencias. Primero no se debe ajustar tanto a lo creíble, ‘vive de ficciones y se apoya en la leyenda para la narración amplia de acciones prolongadas’. Así pues, es narración y no representación. Esta es, sin duda, la principal diferencia. El poeta tiene mayor libertad para exponer las situaciones: ‘adorna, realza, embellece y engrandece todo, y encuentra a mano flores siempre abiertas’. Es tanta la necesidad de recurrir a estos artificios que ofrece la misma leyenda, que sin ellos, la poesía épica no pasaría de ser un episodio histórico.
Y, como hiciera con la tragedia, vuelve Boileau a emprenderlas con aquellos poetas que se sirven de elementos de la tradición cristiana como recursos para sus obras, ‘los tremendos misterios de la fe cristiana no admiten los adornos de la fantasía’ y más adelante: ‘no atreverse a emplear las figuras de la fábula en un cuadro profano y sonriente, (...), es dejarse alarmar tontamente por un escrúpulo vano, y pretender agradar sin adornos al lector.’
Es mucho más apropiado recurrir a la leyenda, en la que hasta los nombres de los personajes tienen carácter poético, ‘el sonido duro o estrafalario de un solo nombre puede volver grotesco o bárbaro un poema entero’.
Y para los que se adentren en la composición de un poema poético, una serie de consejos: a pesar de todos los recursos con los que se cuenta, que el poeta no caiga en el exceso: ‘en la narración sed vivos y concisos; en las descripciones, ricos y solemnes’; que no sean obras excesivamente largas, que tengan la extensión precisa; que no prometan en el inicio grandes cosas, ‘el comienzo ha de ser simple y sin afectación’ y emplea aquí Boileau una imagen que nos hace recordar de nuevo a la Epístola horaciana dedicada a los Pisones: la del ratoncillo que surge tras las enormes convulsiones de las montañas. Así sucede cuando se recurre a un comienzo grandioso, ¿qué se puede esperar después? Se preguntan ambos.
Continua Boileau caracterizando cómo debe ser un buen poema épico, siempre siguiendo a Aristóteles: que se empleen todos los recursos de los que se disponga, que sean sublimes, pero no aburridos, que sigan el ejemplo de Homero...
Y llega a la Comedia. Tal como había hecho con la Tragedia, también se ocupa ahora de los orígenes de este arte: como el asunto se escapó al decoro y cómo tuvieron que ponerle cotos a la burla y ‘a sus rasgos maldicientes’
La Comedia debe imitar la Naturaleza, que ofrece ‘retratos pintorescos’, cada personaje tiene su correspondiente en la propia naturaleza: el avaro, el joven, el hombre maduro, el viejo, todos tienen sus rasgos distintivos, sólo se ha de observador para encontrarlos y describirlos. ‘Estudiad la Corte y conoced la ciudad’, pero cuidado con no caer en lo popular y en lo bufo, de lo que acusa a Moliere. Y es la Razón la que cuida de que esto no suceda, de que se plantee con acierto el argumento y de que se resuelva con facilidad. Para Boileau es más razonable Terencio que Plauto.
Y termina el Canto, con una alabanza para aquellos autores que ‘saben deleitar con sólo la Razón’ y un duro comentario para los ‘falsos graciosos’, más apropiados para representar en el Pont-Neuf que en un teatro.
A lo largo de este recorrido por el Canto Tercero de la Poética de Boileau, hemos visto la actualización de los preceptos clásicos para el siglo XVII. No se limita Boileau a copiar a sus antecesores, sino que pretende hacer un manual que sirva a sus contemporáneos. No es revisar a los poetas antiguos, sino dejar por escrito los preceptos que han hecho que aquellos poetas antiguos sigan teniendo vitalidad, para que los poetas de su época se beneficien de su conocimiento. Por eso no duda en separarse de Aristóteles cuando lo que aquel dijo no tiene correspondencia con la época en la que le toca vivir a él y con los gustos de esta época. Antepone a todo la Razón que debe regir al poeta y que si domina sobre lo burdo, lo farsesco, lo irracional, conseguirá que la obra se convierta en arte.
María Inmaculada Manzanares Ruiz
De los sabrosos razonamientos que pasaron entre don Quijote y Sancho Panza, su escudero, con otros sucesos
Capítulo XXXI
-TODO eso no me descontenta; prosigue adelante -dijo don Quijote-. Llegaste, ¿y qué hacía aquella reina de la hermosura? A buen seguro que la hallaste ensartando perlas, o bordando alguna empresa con oro de cañutillo para este su cautivo caballero.
-No la hallé -respondió Sancho- sino ahechando dos hanegas de trigo en un corral de su casa.
-Pues haz cuenta -dijo don Quijote- que los granos de aquel trigo eran granos de perlas, tocados de sus manos. Y si miraste, amigo, el trigo ¿era candeal, o trechel?
-No era sino rubión -respondió Sancho.
-Pues yo te aseguro -dijo don Quijote- que, ahechado por sus manos, hizo pan candeal, sin duda alguna. Pero pasa adelante: cuando le diste mi carta, ¿besóla? ¿Púsosela sobre la cabeza? ¿Hizo alguna ceremonia digna de tal carta, o qué hizo?
-Cuando yo se la iba a dar -respondió Sancho-, ella estaba en la fuga del meneo de una buena parte de trigo que tenía en la criba, y díjome: «Poned, amigo, esa carta sobre aquel costal, que no la puedo leer hasta que acabe de acribar todo lo que aquí -fol. 172v- está».
-¡Discreta señora! -dijo don Quijote-. Eso debió de ser por leerla despacio y recrearse con ella. Adelante, Sancho: y, en tanto que estaba en su menester, ¿qué coloquios pasó contigo? ¿Qué te preguntó de mí? Y tú, ¿qué le respondiste? Acaba, cuéntamelo todo; no se te quede en el tintero una mínima.
-Ella no me preguntó nada -dijo Sancho-, mas yo le dije de la manera que vuestra merced, por su servicio, quedaba haciendo penitencia, desnudo de la cintura arriba, metido entre estas sierras como si fuera salvaje, durmiendo en el suelo, sin comer pan a manteles ni sin peinarse la barba, llorando y maldiciendo su fortuna.
-En decir que maldecía mi fortuna dijiste mal -dijo don Quijote-, porque antes la bendigo y bendeciré todos los días de mi vida, por haberme hecho digno de merecer amar tan alta señora como Dulcinea del Toboso.
-Tan alta es -respondió Sancho-, que a buena fe que me lleva a mí más de un coto.
-Pues, ¿cómo, Sancho? -dijo don Quijote-. ¿Haste medido tú con ella?
-Medíme en esta manera -respondió Sancho-: que, llegándole a ayudar a poner un costal de trigo sobre un jumento, llegamos tan juntos que eché de ver que me llevaba más de un gran palmo.
-Pues ¡es verdad -replicó don Quijote- que no acompaña esa grandeza y la adorna con mil millones y gracias del alma! Pero no me negarás, Sancho, una cosa: cuando llegaste junto a ella, ¿no sentiste un olor sabeo, una fragancia aromática, y un no sé qué de bueno, que yo no acierto a dalle nombre? Digo, ¿un tuho o tufo como si estuvieras en la tienda de algún curioso guantero?
-Lo que sé decir -dijo Sancho- es que sentí un olorcillo algo hombruno; y debía de ser que ella, con -fol. 173r- el mucho ejercicio, estaba sudada y algo correosa.
-No sería eso -respondió don Quijote-, sino que tú debías de estar romadizado, o te debiste de oler a ti mismo; porque yo sé bien a lo que huele aquella rosa entre espinas, aquel lirio del campo, aquel ámbar desleído.
-Todo puede ser -respondió Sancho-, que muchas veces sale de mí aquel olor que entonces me pareció que salía de su merced de la señora Dulcinea; pero no hay de qué maravillarse, que un diablo parece a otro.
-Y bien -prosiguió don Quijote-, he aquí que acabó de limpiar su trigo y de enviallo al molino. ¿Qué hizo cuando leyó la carta?
-La carta -dijo Sancho- no la leyó, porque dijo que no sabía leer ni escribir; antes, la rasgó y la hizo menudas piezas, diciendo que no la quería dar a leer a nadie, porque no se supiesen en el lugar sus secretos, y que bastaba lo que yo le había dicho de palabra acerca del amor que vuestra merced le tenía y de la penitencia extraordinaria que por su causa quedaba haciendo. Y, finalmente, me dijo que dijese a vuestra merced que le besaba las manos, y que allí quedaba con más deseo de verle que de escribirle; y que, así, le suplicaba y mandaba que, vista la presente, saliese de aquellos matorrales y se dejase de hacer disparates, y se pusiese luego luego en camino del Toboso, si otra cosa de más importancia no le sucediese, porque tenía gran deseo de ver a vuestra merced. Rióse mucho cuando le dije como se llamaba vuestra merced el Caballero de la Triste Figura. Preguntéle si había ido allá el vizcaíno de marras; díjome que sí, y que era un hombre muy de bien. También le pregunté por los galeotes, mas díjome que no había visto hasta -fol. 173v- entonces alguno.
-Todo va bien hasta agora -dijo don Quijote-. Pero dime: ¿qué joya fue la que te dio, al despedirte, por las nuevas que de mí le llevaste? Porque es usada y antigua costumbre entre los caballeros y damas andantes dar a los escuderos, doncellas o enanos que les llevan nuevas, de sus damas a ellos, a ellas de sus andantes, alguna rica joya en albricias, en agradecimiento de su recado.
-Bien puede eso ser así, y yo la tengo por buena usanza; pero eso debió de ser en los tiempos pasados, que ahora sólo se debe de acostumbrar a dar un pedazo de pan y queso, que esto fue lo que me dio mi señora Dulcinea, por las bardas de un corral, cuando della me despedí; y aun, por más señas, era el queso ovejuno.
....
(Habría que recordar que esa carta que Sancho dice que Dulcinea a roto en pedazos, nunca existió, el mismo Sancho le dice a don Quijote que no se la ha dado, y don Quijote reconoce que así fue. Luego, sin embargo, en su proceso de quijotización, el escudero dice que la bella del Toboso la ha roto)
-TODO eso no me descontenta; prosigue adelante -dijo don Quijote-. Llegaste, ¿y qué hacía aquella reina de la hermosura? A buen seguro que la hallaste ensartando perlas, o bordando alguna empresa con oro de cañutillo para este su cautivo caballero.
-No la hallé -respondió Sancho- sino ahechando dos hanegas de trigo en un corral de su casa.
-Pues haz cuenta -dijo don Quijote- que los granos de aquel trigo eran granos de perlas, tocados de sus manos. Y si miraste, amigo, el trigo ¿era candeal, o trechel?
-No era sino rubión -respondió Sancho.
-Pues yo te aseguro -dijo don Quijote- que, ahechado por sus manos, hizo pan candeal, sin duda alguna. Pero pasa adelante: cuando le diste mi carta, ¿besóla? ¿Púsosela sobre la cabeza? ¿Hizo alguna ceremonia digna de tal carta, o qué hizo?
-Cuando yo se la iba a dar -respondió Sancho-, ella estaba en la fuga del meneo de una buena parte de trigo que tenía en la criba, y díjome: «Poned, amigo, esa carta sobre aquel costal, que no la puedo leer hasta que acabe de acribar todo lo que aquí -fol. 172v- está».
-¡Discreta señora! -dijo don Quijote-. Eso debió de ser por leerla despacio y recrearse con ella. Adelante, Sancho: y, en tanto que estaba en su menester, ¿qué coloquios pasó contigo? ¿Qué te preguntó de mí? Y tú, ¿qué le respondiste? Acaba, cuéntamelo todo; no se te quede en el tintero una mínima.
-Ella no me preguntó nada -dijo Sancho-, mas yo le dije de la manera que vuestra merced, por su servicio, quedaba haciendo penitencia, desnudo de la cintura arriba, metido entre estas sierras como si fuera salvaje, durmiendo en el suelo, sin comer pan a manteles ni sin peinarse la barba, llorando y maldiciendo su fortuna.
-En decir que maldecía mi fortuna dijiste mal -dijo don Quijote-, porque antes la bendigo y bendeciré todos los días de mi vida, por haberme hecho digno de merecer amar tan alta señora como Dulcinea del Toboso.
-Tan alta es -respondió Sancho-, que a buena fe que me lleva a mí más de un coto.
-Pues, ¿cómo, Sancho? -dijo don Quijote-. ¿Haste medido tú con ella?
-Medíme en esta manera -respondió Sancho-: que, llegándole a ayudar a poner un costal de trigo sobre un jumento, llegamos tan juntos que eché de ver que me llevaba más de un gran palmo.
-Pues ¡es verdad -replicó don Quijote- que no acompaña esa grandeza y la adorna con mil millones y gracias del alma! Pero no me negarás, Sancho, una cosa: cuando llegaste junto a ella, ¿no sentiste un olor sabeo, una fragancia aromática, y un no sé qué de bueno, que yo no acierto a dalle nombre? Digo, ¿un tuho o tufo como si estuvieras en la tienda de algún curioso guantero?
-Lo que sé decir -dijo Sancho- es que sentí un olorcillo algo hombruno; y debía de ser que ella, con -fol. 173r- el mucho ejercicio, estaba sudada y algo correosa.
-No sería eso -respondió don Quijote-, sino que tú debías de estar romadizado, o te debiste de oler a ti mismo; porque yo sé bien a lo que huele aquella rosa entre espinas, aquel lirio del campo, aquel ámbar desleído.
-Todo puede ser -respondió Sancho-, que muchas veces sale de mí aquel olor que entonces me pareció que salía de su merced de la señora Dulcinea; pero no hay de qué maravillarse, que un diablo parece a otro.
-Y bien -prosiguió don Quijote-, he aquí que acabó de limpiar su trigo y de enviallo al molino. ¿Qué hizo cuando leyó la carta?
-La carta -dijo Sancho- no la leyó, porque dijo que no sabía leer ni escribir; antes, la rasgó y la hizo menudas piezas, diciendo que no la quería dar a leer a nadie, porque no se supiesen en el lugar sus secretos, y que bastaba lo que yo le había dicho de palabra acerca del amor que vuestra merced le tenía y de la penitencia extraordinaria que por su causa quedaba haciendo. Y, finalmente, me dijo que dijese a vuestra merced que le besaba las manos, y que allí quedaba con más deseo de verle que de escribirle; y que, así, le suplicaba y mandaba que, vista la presente, saliese de aquellos matorrales y se dejase de hacer disparates, y se pusiese luego luego en camino del Toboso, si otra cosa de más importancia no le sucediese, porque tenía gran deseo de ver a vuestra merced. Rióse mucho cuando le dije como se llamaba vuestra merced el Caballero de la Triste Figura. Preguntéle si había ido allá el vizcaíno de marras; díjome que sí, y que era un hombre muy de bien. También le pregunté por los galeotes, mas díjome que no había visto hasta -fol. 173v- entonces alguno.
-Todo va bien hasta agora -dijo don Quijote-. Pero dime: ¿qué joya fue la que te dio, al despedirte, por las nuevas que de mí le llevaste? Porque es usada y antigua costumbre entre los caballeros y damas andantes dar a los escuderos, doncellas o enanos que les llevan nuevas, de sus damas a ellos, a ellas de sus andantes, alguna rica joya en albricias, en agradecimiento de su recado.
-Bien puede eso ser así, y yo la tengo por buena usanza; pero eso debió de ser en los tiempos pasados, que ahora sólo se debe de acostumbrar a dar un pedazo de pan y queso, que esto fue lo que me dio mi señora Dulcinea, por las bardas de un corral, cuando della me despedí; y aun, por más señas, era el queso ovejuno.
....
(Habría que recordar que esa carta que Sancho dice que Dulcinea a roto en pedazos, nunca existió, el mismo Sancho le dice a don Quijote que no se la ha dado, y don Quijote reconoce que así fue. Luego, sin embargo, en su proceso de quijotización, el escudero dice que la bella del Toboso la ha roto)
De águila a pato Miguel de Unamuno
Hubo allá en remotos tiempos una soberbia águila, reina de las alturas. Tenia su trono sobre un inaccesible peñón, y al pie de éste su nido. Cuando al salir el sol alzaba el vuelo, desafiando con su mirada al padre de la luz, cantaban sobre ella su himno matutino las alondras, y las aves todas le rendían vasallaje. Los cuervos la seguían para aprovechar los despojos de sus presas.
Nunca se vio águila cuyo aéreo reino se extendiese más. Elevándose por mucho más arriba que la región de las nubes, apenas abarcaba con su penetrante mirada la extensión toda de sus dominios.
Cuando cuajaba la tormenta y al chocar de las nubes retumbaba el trueno al resplandor del relámpago, levantábase el águila por encima de los nubarrones paridores del rayo y dejaba bramar a la tempestad bajo sus plantas, bañándose en tanto en luz plena y libre.
Era una hermosura verla cernirse casi inmóvil en el espacio azul, con sus extendidas alas a modo de acción de dominio o gesto de supremo poder. Con un ligero movimiento, como de juego, elevábase aún más, desarrollando sin aparente esfuerzo una enorme fuerza.
Al pie del peñón en que anidaban sus aguiluchos y se entronizaba ella, extendíase un arenal sembrado acá y allá de algunas matas, y en ese arenal reinaba un león como soberano.
Más de una vez se paró el león a contemplar el vuelo majestuoso del águila, y más de una vez el águila, cerniéndose en el aire, contempló los saltos del león al caer sobre su presa. Al rugido del rey del arenal contestaba no pocas veces el grito del rey de los aéreos espacios.
Al verle saltar al león, se dijo más de una vez el águila con lástima: «¡Pobrecillo, acaso es que intenta volar... ! Salta, salta, pobre rey de las arenas, a ver si te brotan alas.»
Había entre los cortesanos del águila un grajo, cuyas lisonjas sonaban siempre gratas a los oídos de aquélla. Y empezó el grajo a hablarle del león y de sus proezas y a ponderar su valor, su arrojo y su majestad. «Dice que si te cogiera en tierra, con las alas cortadas -le decía-, habrías de ver de cuán poco te servían tu bravura, tu pico y tus garras.» «¿Eso dice... ?», exclamó el águila. -Si, eso dice -contestó el grajo-, pero no debes hacerle caso, porque su poderío le ha envanecido y no sabe bien lo que se dice el pobrecillo. Cegado por su soberbia, ignora que él no puede volar y que tú puedes posarte en tierra y defenderte en ella.» «¡Y vencerle en tierra, en su elemento!», añadió el águila. «No lo dudo», contestó con sorna el grajo marrullero.
Entonces empezó a trabajarle al águila en el magín la idea de hacerse león y disputar su realeza al rey del arenal.
-¿ Sabes lo que he pensado? -le dijo un día el águila al grajo.
-Lo que hayas pensado-contestóle éste- será inspiración del mismo Sol, de seguro.
Pues he pensado que una vez que nadie me disputa el imperio del aire, debo bajar mi trono al pie del peñón y disputar al león su imperio. Y para más obligarme y no poder recurrir al arbitrio de levantar el vuelo, voy a recortarme las alas: quiero que luchemos a iguales armas.
-¡Sublime propósito! -exclamó el grajo-. ¡Hazaña nunca vista ni aun intentada antes de ahora! Bien dije que el mismo Sol te la ha inspirado.
Recortóse, en efecto, el águila sus alas, e hizo que a los de su familia se las recortaran, y bajó al arenal. Andando, y no con mucha soltura, salióle al camino al león y le provocó a singular combate.
-Déjate de bromas, y vete a tus nubes -le contestó el león-; cada cual a lo suyo.
No hay campo vedado para el heroico esfuerzo
-contestó el águila-, y voy a probarte que con saber querer, ha de ser todo mío. Aquí, en tierra, en tus dominios, has de medir tus garras con mis garras y tus fauces con mi pico.
-No gasto bromas -replicó el león, volviéndole grupas y azotándose los lomos con el rabo.
Pero el águila se abalanzó a él y le dio un picotazo. Al sentirse el león herido, volvióse furioso sobre el águila y de un par de zarpazos la dejó malparada. El pobre rey de los aires no hacía más que aletear con sus recortadas alas. Corriendo como pudo, fue a refugiarse a unos juncales a orillas de un lago, y allí permaneció oculta y allí la dejó el león compadecido.
No se atrevió ya a salir de la orilla del lago, y allí tuvo que aprender a nadar para defenderse de las fieras que bajaban a abrevarse y que no la dejaban en paz. Y así andando el tiempo, se le modificó el pico, saliéronle palmas en las garras y se convirtió en pato.
Tal es la historia del águila que, por querer hacerse león, se vio convertida en pato.
Nunca se vio águila cuyo aéreo reino se extendiese más. Elevándose por mucho más arriba que la región de las nubes, apenas abarcaba con su penetrante mirada la extensión toda de sus dominios.
Cuando cuajaba la tormenta y al chocar de las nubes retumbaba el trueno al resplandor del relámpago, levantábase el águila por encima de los nubarrones paridores del rayo y dejaba bramar a la tempestad bajo sus plantas, bañándose en tanto en luz plena y libre.
Era una hermosura verla cernirse casi inmóvil en el espacio azul, con sus extendidas alas a modo de acción de dominio o gesto de supremo poder. Con un ligero movimiento, como de juego, elevábase aún más, desarrollando sin aparente esfuerzo una enorme fuerza.
Al pie del peñón en que anidaban sus aguiluchos y se entronizaba ella, extendíase un arenal sembrado acá y allá de algunas matas, y en ese arenal reinaba un león como soberano.
Más de una vez se paró el león a contemplar el vuelo majestuoso del águila, y más de una vez el águila, cerniéndose en el aire, contempló los saltos del león al caer sobre su presa. Al rugido del rey del arenal contestaba no pocas veces el grito del rey de los aéreos espacios.
Al verle saltar al león, se dijo más de una vez el águila con lástima: «¡Pobrecillo, acaso es que intenta volar... ! Salta, salta, pobre rey de las arenas, a ver si te brotan alas.»
Había entre los cortesanos del águila un grajo, cuyas lisonjas sonaban siempre gratas a los oídos de aquélla. Y empezó el grajo a hablarle del león y de sus proezas y a ponderar su valor, su arrojo y su majestad. «Dice que si te cogiera en tierra, con las alas cortadas -le decía-, habrías de ver de cuán poco te servían tu bravura, tu pico y tus garras.» «¿Eso dice... ?», exclamó el águila. -Si, eso dice -contestó el grajo-, pero no debes hacerle caso, porque su poderío le ha envanecido y no sabe bien lo que se dice el pobrecillo. Cegado por su soberbia, ignora que él no puede volar y que tú puedes posarte en tierra y defenderte en ella.» «¡Y vencerle en tierra, en su elemento!», añadió el águila. «No lo dudo», contestó con sorna el grajo marrullero.
Entonces empezó a trabajarle al águila en el magín la idea de hacerse león y disputar su realeza al rey del arenal.
-¿ Sabes lo que he pensado? -le dijo un día el águila al grajo.
-Lo que hayas pensado-contestóle éste- será inspiración del mismo Sol, de seguro.
Pues he pensado que una vez que nadie me disputa el imperio del aire, debo bajar mi trono al pie del peñón y disputar al león su imperio. Y para más obligarme y no poder recurrir al arbitrio de levantar el vuelo, voy a recortarme las alas: quiero que luchemos a iguales armas.
-¡Sublime propósito! -exclamó el grajo-. ¡Hazaña nunca vista ni aun intentada antes de ahora! Bien dije que el mismo Sol te la ha inspirado.
Recortóse, en efecto, el águila sus alas, e hizo que a los de su familia se las recortaran, y bajó al arenal. Andando, y no con mucha soltura, salióle al camino al león y le provocó a singular combate.
-Déjate de bromas, y vete a tus nubes -le contestó el león-; cada cual a lo suyo.
No hay campo vedado para el heroico esfuerzo
-contestó el águila-, y voy a probarte que con saber querer, ha de ser todo mío. Aquí, en tierra, en tus dominios, has de medir tus garras con mis garras y tus fauces con mi pico.
-No gasto bromas -replicó el león, volviéndole grupas y azotándose los lomos con el rabo.
Pero el águila se abalanzó a él y le dio un picotazo. Al sentirse el león herido, volvióse furioso sobre el águila y de un par de zarpazos la dejó malparada. El pobre rey de los aires no hacía más que aletear con sus recortadas alas. Corriendo como pudo, fue a refugiarse a unos juncales a orillas de un lago, y allí permaneció oculta y allí la dejó el león compadecido.
No se atrevió ya a salir de la orilla del lago, y allí tuvo que aprender a nadar para defenderse de las fieras que bajaban a abrevarse y que no la dejaban en paz. Y así andando el tiempo, se le modificó el pico, saliéronle palmas en las garras y se convirtió en pato.
Tal es la historia del águila que, por querer hacerse león, se vio convertida en pato.
El miedo Ramón del Valle-Inclán
Puede parecer un cuento más, pero a mí me impresionó tanto en mi adolescencia, no sólo la historia, sino la forma de contarla, que quise ser escritora para escribir cosas como estas. Luego, me di cuenta, que una cosa es el querer y otra el poder.
El miedo Ramón del Valle-Inclán
Ese largo y angustioso escalofrío que parece mensajero de la muerte, el verdadero escalofrío del miedo, sólo lo he sentido una vez. Fue hace muchos años, en aquel hermoso tiempo de los mayorazgos, cuando se hacía información de nobleza para ser militar. Yo acababa de obtener los cordones de Caballero Cadete. Hubiera preferido entrar en la Guardia de la Real Persona; pero mi madre se oponía, y siguiendo la tradición familiar, fui granadero en el Regimiento del Rey. No recuerdo con certeza los años que hace, pero entonces apenas me apuntaba el bozo y hoy ando cerca de ser un viejo caduco. Antes de entrar en el Regimiento mi madre quiso echarme su bendición. La pobre señora vivía retirada en el fondo de una aldea, donde estaba nuestro pazo solariego, y allá fui sumiso y obediente. La misma tarde que llegué mandó en busca del Prior de Brandeso para que viniese a confesarme en la capilla del Pazo. Mis hermanas María Isabel y María Fernanda, que eran unas niñas, bajaron a coger rosas al jardín, y mi madre llenó con ellas los floreros del altar. Después me llamó en voz baja para darme su devocionario y decirme que hiciese examen de conciencia:
-Vete a la tribuna, hijo mío. Allí estarás mejor.. .
La tribuna señorial estaba al lado del Evangelio y comunicaba con la biblioteca. La capilla era húmeda, tenebrosa, resonante. Sobre el retablo campeaba el escudo concedido por ejecutorias de los Reyes Católicos al señor de Bradomín, Pedro Aguiar de Tor, llamado el Chivo y también el Viejo. Aquel caballero estaba enterrado a la derecha del altar. El sepulcro tenía la estatua orante de un guerrero. La lámpara del presbiterio alumbraba día y noche ante el retablo, labrado como joyel de reyes. Los áureos racimos de la vid evangélica parecían ofrecerse cargados de fruto. El santo tutelar era aquel piadoso Rey Mago que ofreció mirra al Niño Dios. Su túnica de seda bordada de oro brillaba con el resplandor devoto de un milagro oriental. La luz de la lámpara, entre las cadenas de plata, tenía tímido aleteo de pájaro prisionero como si se afanase por volar hacia el Santo.
Mi madre quiso que fuesen sus manos las que dejasen aquella tarde a los pies del Rey Mago los floreros cargados de rosas como ofrenda de su alma devota. Después, acompañada de mis hermanas, se arrodilló ante el altar. Yo, desde la tribuna, solamente oía el murmullo de su voz, que guiaba moribunda las avemarías; pero cuando a las niñas les tocaba responder, oía todas las palabras rituales de la oración. La tarde agonizaba y los rezos resonaban en la silenciosa oscuridad de la capilla, hondos, tristes y augustos, como un eco de la Pasión. Yo me adormecía en la tribuna. Las niñas fueron a sentarse en las gradas del altar. Sus vestidos eran albos como el lino de los paños litúrgicos. Ya sólo distinguía una sombra que rezaba bajo la lámpara del presbiterio. Era mi madre, que sostenía entre sus manos un libro abierto y leía con la cabeza inclinada. De tarde en tarde, el viento mecía la cortina de un alto ventanal. Yo entonces veía en el cielo, ya oscura, la faz de la luna, pálida y sobrenatural como una diosa que tiene su altar en los bosques y en los lagos...
Mi madre cerró el libro dando un suspiro, y de nuevo llamó a las niñas. Vi pasar sus sombras blancas a través del presbiterio y columbré que se arrodillaban a los lados de mi madre. La luz de la lámpara temblaba con un débil resplandor sobre las manos que volvían a sostener abierto el libro. En el silencio la voz leía piadosa y lenta. Las niñas escuchaban, y adiviné sus cabelleras sueltas sobre la albura del ropaje y cayendo a los lados del rostro iguales, tristes, nazarenas. Habíame adormecido, y de pronto me sobresaltaron los gritos de mis hermanas. Miré y las vi en medio del presbiterio abrazadas a mi madre. Gritaban despavoridas. Mi madre las asió de la mano y huyeron las tres. Bajé presuroso. Iba a seguirlas y quedé sobrecogido de terror. En el sepulcro del guerrero se entrechocaban los huesos del esqueleto. Los cabellos se erizaron en mi frente. La capilla había quedado en el mayor silencio, y oíase distintamente el hueco y medroso rodar de la calavera sobre su almohada de piedra. Tuve miedo como no lo he tenido jamás, pero no quise que mi madre y mis hermanas me creyesen cobarde, y permanecí inmóvil en medio del presbiterio, con los ojos fijos en la puerta entreabierta. La luz de la lámpara oscilaba. En lo alto mecíase la cortina de un ventanal, y las nubes pasaban sobre la luna, y las estrellas se encendían y se apagaban como nuestras vidas. De pronto, allá lejos, resonó festivo ladrar de perros y música de cascabeles. Una voz grave y eclesiástica llamaba:
-¡Aquí, Carabel! ¡Aquí, Capitán ... !
Era el Prior de Brandeso que llegaba para confesarme. Después oí la voz de mi madre trémula y asustada, y percibí distintamente la carrera retozona de los perros. La voz grave y eclesiástica se elevaba lentamente, como un canto gregoriano:
-Ahora veremos qué ha sido ello... Cosa del otro mundo no lo es, seguramente... ¡Aquí, Carabel! ¡Aquí, Capitán ... !
Y el Prior de Brandeso, precedido de sus lebreles, apareció en la puerta de la capilla:
-¿Qué sucede, señor Granadero del Rey?
Yo repuse con voz ahogada:
-¡Señor Prior, he oído temblar el esqueleto dentro del sepulcro ... !
El Prior atravesó lentamente la capilla. Era un hombre arrogante y erguido. En sus años juveniles también había sido Granadero del Rey. Llegó hasta mí, sin recoger el vuelo de sus hábitos blancos, y afirmándome una mano en el hombro y mirándome la faz descolorida, pronunció gravemente:
- ¡Que nunca pueda decir el Prior de Brandeso que ha visto temblar a un Granadero del Rey ... !
No levantó la mano de mi hombro, y permanecimos inmóviles, contemplándonos sin hablar. En aquel silencio oímos rodar la calavera del guerrero. La mano del Prior no tembló. A nuestro lado los perros enderezaban las orejas con el cuello espeluznado. De nuevo oímos rodar la calavera sobre su almohada de piedra. El Prior se sacudió:
-¡Señor Granadero del Rey, hay que saber si son trasgos o brujas ... !
Y se acercó al sepulcro y asió las dos anillas de bronce empotradas en una de las losas, aquella que tenía el epitafio. Me acerqué temblando. El Prior me miró sin despegar los labios, Yo puse mi mano sobre la suya en una anilla y tiré. Lentamente alzarnos la piedra. El hueco, negro y frío, quedó ante nosotros. Yo vi que la árida y amarillenta calavera aún se movía. El Prior alargó un brazo dentro del sepulcro para cogerla. La recibí temblando. Yo estaba en medio del presbiterio y la luz de la lámpara caía sobre mis manos. Al fijar los ojos las sacudí con horror. Tenía entre ellas un nido de culebras que se desanillaron silbando, mientras la calavera rodaba con hueco y liviano son todas las gradas del presbiterio. El Prior me miró con sus ojos de guerrero que fulguraban bajo la capucha como bajo la visera de un casco:
-Señor Granadero del Rey, no hay absolución... ¡Yo no absuelvo a los cobardes!
Y con rudo empaque salió sin recoger el vuelo de sus blancos hábitos talares. Las palabras del Prior de Brandeso resonaron mucho tiempo en mis oídos. Resuenan aún. ¡Tal vez por ellas he sabido más tarde sonreír a la muerte como a una mujer!
El miedo Ramón del Valle-Inclán
Ese largo y angustioso escalofrío que parece mensajero de la muerte, el verdadero escalofrío del miedo, sólo lo he sentido una vez. Fue hace muchos años, en aquel hermoso tiempo de los mayorazgos, cuando se hacía información de nobleza para ser militar. Yo acababa de obtener los cordones de Caballero Cadete. Hubiera preferido entrar en la Guardia de la Real Persona; pero mi madre se oponía, y siguiendo la tradición familiar, fui granadero en el Regimiento del Rey. No recuerdo con certeza los años que hace, pero entonces apenas me apuntaba el bozo y hoy ando cerca de ser un viejo caduco. Antes de entrar en el Regimiento mi madre quiso echarme su bendición. La pobre señora vivía retirada en el fondo de una aldea, donde estaba nuestro pazo solariego, y allá fui sumiso y obediente. La misma tarde que llegué mandó en busca del Prior de Brandeso para que viniese a confesarme en la capilla del Pazo. Mis hermanas María Isabel y María Fernanda, que eran unas niñas, bajaron a coger rosas al jardín, y mi madre llenó con ellas los floreros del altar. Después me llamó en voz baja para darme su devocionario y decirme que hiciese examen de conciencia:
-Vete a la tribuna, hijo mío. Allí estarás mejor.. .
La tribuna señorial estaba al lado del Evangelio y comunicaba con la biblioteca. La capilla era húmeda, tenebrosa, resonante. Sobre el retablo campeaba el escudo concedido por ejecutorias de los Reyes Católicos al señor de Bradomín, Pedro Aguiar de Tor, llamado el Chivo y también el Viejo. Aquel caballero estaba enterrado a la derecha del altar. El sepulcro tenía la estatua orante de un guerrero. La lámpara del presbiterio alumbraba día y noche ante el retablo, labrado como joyel de reyes. Los áureos racimos de la vid evangélica parecían ofrecerse cargados de fruto. El santo tutelar era aquel piadoso Rey Mago que ofreció mirra al Niño Dios. Su túnica de seda bordada de oro brillaba con el resplandor devoto de un milagro oriental. La luz de la lámpara, entre las cadenas de plata, tenía tímido aleteo de pájaro prisionero como si se afanase por volar hacia el Santo.
Mi madre quiso que fuesen sus manos las que dejasen aquella tarde a los pies del Rey Mago los floreros cargados de rosas como ofrenda de su alma devota. Después, acompañada de mis hermanas, se arrodilló ante el altar. Yo, desde la tribuna, solamente oía el murmullo de su voz, que guiaba moribunda las avemarías; pero cuando a las niñas les tocaba responder, oía todas las palabras rituales de la oración. La tarde agonizaba y los rezos resonaban en la silenciosa oscuridad de la capilla, hondos, tristes y augustos, como un eco de la Pasión. Yo me adormecía en la tribuna. Las niñas fueron a sentarse en las gradas del altar. Sus vestidos eran albos como el lino de los paños litúrgicos. Ya sólo distinguía una sombra que rezaba bajo la lámpara del presbiterio. Era mi madre, que sostenía entre sus manos un libro abierto y leía con la cabeza inclinada. De tarde en tarde, el viento mecía la cortina de un alto ventanal. Yo entonces veía en el cielo, ya oscura, la faz de la luna, pálida y sobrenatural como una diosa que tiene su altar en los bosques y en los lagos...
Mi madre cerró el libro dando un suspiro, y de nuevo llamó a las niñas. Vi pasar sus sombras blancas a través del presbiterio y columbré que se arrodillaban a los lados de mi madre. La luz de la lámpara temblaba con un débil resplandor sobre las manos que volvían a sostener abierto el libro. En el silencio la voz leía piadosa y lenta. Las niñas escuchaban, y adiviné sus cabelleras sueltas sobre la albura del ropaje y cayendo a los lados del rostro iguales, tristes, nazarenas. Habíame adormecido, y de pronto me sobresaltaron los gritos de mis hermanas. Miré y las vi en medio del presbiterio abrazadas a mi madre. Gritaban despavoridas. Mi madre las asió de la mano y huyeron las tres. Bajé presuroso. Iba a seguirlas y quedé sobrecogido de terror. En el sepulcro del guerrero se entrechocaban los huesos del esqueleto. Los cabellos se erizaron en mi frente. La capilla había quedado en el mayor silencio, y oíase distintamente el hueco y medroso rodar de la calavera sobre su almohada de piedra. Tuve miedo como no lo he tenido jamás, pero no quise que mi madre y mis hermanas me creyesen cobarde, y permanecí inmóvil en medio del presbiterio, con los ojos fijos en la puerta entreabierta. La luz de la lámpara oscilaba. En lo alto mecíase la cortina de un ventanal, y las nubes pasaban sobre la luna, y las estrellas se encendían y se apagaban como nuestras vidas. De pronto, allá lejos, resonó festivo ladrar de perros y música de cascabeles. Una voz grave y eclesiástica llamaba:
-¡Aquí, Carabel! ¡Aquí, Capitán ... !
Era el Prior de Brandeso que llegaba para confesarme. Después oí la voz de mi madre trémula y asustada, y percibí distintamente la carrera retozona de los perros. La voz grave y eclesiástica se elevaba lentamente, como un canto gregoriano:
-Ahora veremos qué ha sido ello... Cosa del otro mundo no lo es, seguramente... ¡Aquí, Carabel! ¡Aquí, Capitán ... !
Y el Prior de Brandeso, precedido de sus lebreles, apareció en la puerta de la capilla:
-¿Qué sucede, señor Granadero del Rey?
Yo repuse con voz ahogada:
-¡Señor Prior, he oído temblar el esqueleto dentro del sepulcro ... !
El Prior atravesó lentamente la capilla. Era un hombre arrogante y erguido. En sus años juveniles también había sido Granadero del Rey. Llegó hasta mí, sin recoger el vuelo de sus hábitos blancos, y afirmándome una mano en el hombro y mirándome la faz descolorida, pronunció gravemente:
- ¡Que nunca pueda decir el Prior de Brandeso que ha visto temblar a un Granadero del Rey ... !
No levantó la mano de mi hombro, y permanecimos inmóviles, contemplándonos sin hablar. En aquel silencio oímos rodar la calavera del guerrero. La mano del Prior no tembló. A nuestro lado los perros enderezaban las orejas con el cuello espeluznado. De nuevo oímos rodar la calavera sobre su almohada de piedra. El Prior se sacudió:
-¡Señor Granadero del Rey, hay que saber si son trasgos o brujas ... !
Y se acercó al sepulcro y asió las dos anillas de bronce empotradas en una de las losas, aquella que tenía el epitafio. Me acerqué temblando. El Prior me miró sin despegar los labios, Yo puse mi mano sobre la suya en una anilla y tiré. Lentamente alzarnos la piedra. El hueco, negro y frío, quedó ante nosotros. Yo vi que la árida y amarillenta calavera aún se movía. El Prior alargó un brazo dentro del sepulcro para cogerla. La recibí temblando. Yo estaba en medio del presbiterio y la luz de la lámpara caía sobre mis manos. Al fijar los ojos las sacudí con horror. Tenía entre ellas un nido de culebras que se desanillaron silbando, mientras la calavera rodaba con hueco y liviano son todas las gradas del presbiterio. El Prior me miró con sus ojos de guerrero que fulguraban bajo la capucha como bajo la visera de un casco:
-Señor Granadero del Rey, no hay absolución... ¡Yo no absuelvo a los cobardes!
Y con rudo empaque salió sin recoger el vuelo de sus blancos hábitos talares. Las palabras del Prior de Brandeso resonaron mucho tiempo en mis oídos. Resuenan aún. ¡Tal vez por ellas he sabido más tarde sonreír a la muerte como a una mujer!
La razón, según Tzara
Si todos tienen razón, y si todas las píldoras son píldoras Pínk., tratemos de no tener razón. En general, se cree poder explicar racionalmente con el pensamiento lo que se escribe. Todo esto es relativo. El pensamiento es una bonita cosa para la filosofía, pero es relativo. El psicoanálisis es una enfermedad dañina, que adormece las tendencias antirreales del hombre y hace de la burguesía un sistema. No hay una Verdad definitiva. La dialéctica a una máquina divertida que nos ha llevado de un modo bastante trivial a las opiniones que hubiéramos tenido de otro modo. ¿Hay alguien que crea, mediante el refinamiento minucioso de la lógica,, haber demostrado la verdad de sus opiniones? La lógica constreñida por los sentidos es una enfermedad orgánica. A este elemento los filósofos se complacen en añadir el poder de observación. Pero justamente esta magnífica cualidad del espíritu es la prueba de su impotencia. Se observa, se mira desde uno o varios puntos de vista y se elige un determinado punto entre millones de ellos que igualmente existen. La experiencia también es un resultado del azar y de las facultades individuales.
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