9 de septiembre de 2006

Chicos irlandeses, una trilogia de Rodolfo Walsh

Chicos irlandeses

En esa atmósfera cargada es que Walsh cierra la saga de los irlandeses con el cuento Un oscuro día de justicia. La trilogía tiene un arranque autobiográfico. Rodolfo Walsh había nacido en el pueblo rionegrino de Choele Choel el 9 de enero de 1927, hijo del mayodomo de estancia de origen irlandés Miguel Esteban Walsh. Los problemas económicos obligan al padre a "repartir" a los cinco hijos y a Rodolfo le corresponde un destino penumbroso: ingresar al internado de chicos irlandeses en el pueblo bonaerense de Capilla del Señor primero y a otro instituto de Moreno, después.

El primer cuento (Irlandeses detrás de un gato) planta un mundo impiadoso donde un novato con apodo felino hace su entrada a un ambiente rudo, desamorado, con cancerberos agrios y rutinas esforzadas y tediosas. En ese caldo se cuecen las jerarquías de los humillados, un ranking por el que se sube con el cuerpo, a fuerza de compadradas, de aguantes físicos y de lenguas envenenadas que buscan su lugar a golpes de ingenio. En ese ambiente opaco y violento, el Gato —tenue y presumible alter ego—, pasa por los humillantes ritos iniciáticos para ser uno más en la tribu. Tras recibir una tunda histórica es aceptado en su condición felina: "La enemistad de sangre había sido lavada, ahora quedaban todas las otras enemistades".

El segundo relato Los oficios terrestres (que posee uno de los más musicales y perfectos comienzos de la narrativa argentina del siglo XX) está atravesado en mayor medida por un sujeto colectivo —los internados— , que en ocasiones Walsh denomina "pueblo". La comunidad huérfana recibe la visita de las Damas patrocinadoras de la institución por lo cual les espera una leve caricia al pasar y una comida que es celebrada como una panacea: la "fiesta" sin embargo, resulta poco soportable pues ese día excepcional está amenazado por su contracara, la rutina que caerá como una lluvia de tristeza apenas las Damas se retiren y con ellas el trato levemente complaciente y los buenos bocados. En el cuento la jornada avanza en contrapunto con la carga de la basura que se acumula en el festín, los restos del día que ya no retornará y que dejará a los chicos "desmadrados y grises, superfluos y promiscuos bajo la norma de hierro y la mano de hierro". Un súbito gesto de solidaridad colorea el final en medio de un desencanto arrasador.

En el relato que reeditará De la Flor Un oscuro día de justicia la presencia del sujeto colectivo es aún más intensa. Aquí el "pueblo" es el protagonista de fondo y el poder es representado por el celador Gielty que exhibe una matriz ideológica discriminatoria, darwiniana y celebratoria de la violencia: "Deben aprender a pelear y a abrirse un camino en la vida porque Dios ordena —y aquí palmeó uno de los libros que era más grande y de tapas negras— que las más fuertes de sus criaturas sobrevivan y las más débiles perezcan".

Para el insoportable Gielty el mundo se entiende como "un gigantesco matadero hecho a Su imagen y semejanza, generaciones cayéndose sin utilidad". El "pueblo" se propone salir de la opresión y de la violencia a las que los condena el celador para lo cual busca un salvador externo y providencial que ilumine ese oscuro día de justicia.

A pesar de la evidente pedagogía política —que en el reportaje que le hace Piglia, el narrador asume sin atenuantes— la narración se sostiene con mucha más fuerza y sugerencia que la literatura denuncista que habían trajinado los escritores realistas con puntos de partida en los años 20 y 30. Acaso este relato opere como síntesis de recursos literarios y tensión política, algo que después de todo, ya se había manifestado en los libros de investigación periodística como Quién mató a Rosendo, donde las técnicas narrativas de vanguardia, la velocidad del relato, el manejo de los tiempos, y el ensamble de diversos planos concurren a dotar de eficacia artística una acusación pública y política.

Es que aun afilando la literatura como instrumento funcional a un proyecto ("con cada máquina de escribir y un papel podés mover a la gente en grado incalculable. No tengo la menor duda", dijo en 1970) Walsh nunca se descargó de una formación literaria que se gestó como pesca variada en la literatura universal, con ese autodidactismo tan argentino que lleva —modelo Borges— a tomar caprichosamente lo que resulte digno de admiración y someterlo a un proceso de hibridación que arma verdaderos espacios de libertad ante el peso de la cultura. Hay además elementos de escritura que provienen claramente de un conocimiento de recursos poéticos con imágenes como "tristeza caía del aire" o "lágrimas venían resbalando" o "álamos desfilaban a la derecha". La operación de dejar caer el artículo y la posición del verbo contribuyen a dotar de mayor clima a la frase y a mantener la cadencia del párrafo. Hay también oraciones ebrias de borgismo: "Allí la suerte lo alcanzó", dice de el Gato cuando es perseguido en Los oficios terrestres.

La imagen poética es un recurso habitual. Así en los cuentos que enfocan el mundo rural se oye "la risa de los eucaliptos" o súbitamente irrumpe "una burla de urracas".

El ambiente del piberío en el internado irlandés suena a mundo novelístico pleno, a potencia novelística. Así lo intuyeron los editores que se le acercaron para tentarlo con un dinero que le permitiera la dedicación exclusiva a una novela que transcurriera entre los muros de esas instituciones sepias. Mario Vargas Llosa, con otro internado, la escuela militar limeña Leoncio Prado en La ciudad y los perros, había entregado un mundo donde hervían ciertas coordenadas del poder latinoamericano. Nadie pensaba que Walsh pudiera hacer menos.

El narrador tenía ese libro en su cabeza, un texto donde se proponía rescatar formas primitivas del novelar, hilando cuentos conectados entre sí por los personajes y la atmósfera, pero no necesariamente por la misma línea argumental. En su imaginación ya habitaba el relato Mi tío Willy que ganó la guerra, donde los chicos confinados en la enfermería, en contrapunto con su desvaída realidad, reviven la historia de un adulto en la guerra mundial y otra historia con el diablo como personaje.


Cuento
Irlandeses detrás de un gato
Por Rodolfo Walsh


El chico que más tarde llamaron Gato apareció sin anuncio ni presentaciones contra la pared norte del patio, durante el último recreo anterior a la cena. Nadie sabía desde cuándo estaba acurrucado junto a la ventana de la galería que comunicaba los claustros. En realidad, allí no tenía nada que hacer, porque era a fines de abril y las clases habían estado funcionando un mes entero, devorando la última luz del fastidioso otoño interrumpido por largos y aburridos períodos de lluvia. Estaba oscureciendo y el patio era muy grande, consumía el corazón mismo del enorme edificio erigido en los años diez por piadosas damas irlandesas. La penumbra, pues, y el vasto espacio que ni siquiera ciento treinta pupilos entregados a sus juegos podían empequeñecer, explican que nadie lo viera antes. Eso, y la propia naturaleza oculta del recién venido, que lo impulsaba a permanecer distante y camuflado, con su cara gris y su guardapolvo gris contra el borrón de la pared más alejada del comedor hacia el que, insensiblemente, habían ido deslizándose durante los últimos veinte minutos las bolitas, la arrimadita y la payana.

El chico parecía enfermo, su rostro era como un limón inmaduro espolvoreado de ceniza. Aún no había cumplido doce años, era muy flaco y los primeros que se le acercaron vieron que los ojos le brillaban febrilmente. Tenía una manera de moverse extraña e inhumana, hecha de bruscos arranques y fogonazos de pasión, o lo que fuera, mezclados con el más sutil escurrimiento, alejamiento, de un cuerpo sinuoso y evasivo. Era alto, y sin embargo podía parecer mucho más pequeño gracias a un solo movimiento, en apariencia, de la cintura y de los hombros, como si no tuviera huesos a pesar de su flacura. Todo esto resultaba inquietante y ofensivo.

Este chico al que más tarde llamaron el Gato y que en pocas horas más iba a revelar una porción tan inesperada de su naturaleza gatuna, había viajado la mayor parte del día, y toda la noche anterior, y el día anterior, porque vivía lejos, con una madre que iba envejeciendo, con la que estaban rotos los puentes del cariño y que al traerlo lo paría por segunda vez, cortaba un ombligo incruento y seco como una rama, y se lo sacaba de encima para siempre. Es cierto que en el último minuto, cuando lo dejó en la rectoría con el padre Fagan, consiguió derramar unas lágrimas y besarlo tiernamente, pero el chico no se engañó con eso, porque él mismo lloró un poco y la besó, y sabía perfectamente que tales gestos no importan mucho fuera del momento o el lugar que los provocan o estimulan.

Lo que predominaba en la mente del chico era una perseguidora memoria de caminos embarrados bajo una amarilla luz de miel, de pequeñas casas que se desvanecían y de hileras de árboles que parecían las paredes de ciudades bombardeadas; porque todo eso había pasado continuamente ante sus ojos durante el largo viaje en tren y se había sumergido de tal modo en su espíritu que aún de noche, mientras dormía a los sacudones sobre el banco de madera del vagón de segunda, había soñado con esa combinación simplísima de elementos, ese paupérrimo y monótono paisaje en que sintió disolverse a un mismo tiempo todas sus ideas y sueños de distancia, de cosas raras y desconocidas y gente fascinante. Su desilusión en esto tenía ahora el tamaño de la infatigable llanura, y eso era más de lo que se atrevía a abrazar con el solo pensamiento.

(...)

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