27 de febrero de 2005

El siglo de las luces de Alejo Carpentier

Entrevistas, Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 1985:
«La mayor parte de la acción transcurre en La Habana, en los últimos años del siglo XVIII. De ahí el título de El siglo de las luces…
»Situé la acción en una casa que todavía existe, con un maravilloso patio, en la calle Empedrado, entre Cuba y Aguiar. Sin embargo, añadí a esa casa una escalera prodigiosa, de las más hermosas de La Habana Vieja, que se encuentra en una casa de la antigua Plaza del Arco de Belén. Imaginé los personajes con los cuales inicié la acción: Carlos, Esteban y Sofía, jóvenes burgueses, conocedores de las ideas filosóficas, deseosos de acción, asqueados del medio en que viven, quienes llevan una vida desordenada y romántica, antes del Romanticismo. Una noche alguien toca a la puerta y aparece el personaje de Víctor Hugues. A partir de ese momento Víctor, que trae consigo el fenómeno de todas las ideas humanitarias de El siglo de las luces, transformará la vida de esos jóvenes llevándolos hacia la acción».

Un fragmento de esta magnífica obra:

"Capítulo IV
Cuando Esteban, cansado de andar de la Puerta de Remire a la Plaza de Armas y de la Calle del Puerto a la Puerta de Remire, se sentó en un cipo esquinero, descorazonado por cuanto había visto, tuvo la sensación de haber caído en el asilo de locos de The Rake's Progress. Todo, en esta ciudad-isla de Cayena, le resultaba inverosímil, desquiciado, fuera de lugar. Era cierto, pues, lo que le habían contado a bordo de la Venus de Medicis. Las monjas de Saint-Paul-de-Chartres, encargadas del hospital, iban por las calles con el hábito de su orden como si nada hubiese ocurrido en Francia, velando por la salud de revolucionarios que no podían prescindir de sus servicios. Los granaderos -váyase a saber por qué- eran todos alsacianos de hablar pastoso, tan inadaptados al clima que no acababan sus caras de largar erupciones y furúnculos a todo lo largo del año. Varios negros, de los que ahora se decían libres, eran expuestos sobre un tablado, con los tobillos fijos por argollas a una barra de hierro, para escarmiento de alguna holgazanería. Aunque existiese un asilo de leprosos en la Isla Malingre, muchos moribundos vagaban a su antojo, mostrando pesadillas físicas para conseguir limosnas. La milicia de color era un muestrario de andrajos; las gentes estaban como aceitosas; todos los blancos de alguna condición parecían malhumorados. Después de conocer el garboso traje de las guadalupanas, no acababa Esteban de asombrarse ante el impudor de las negras que andaban por todas partes, de pecho desnudo hasta las cinturas -lo cual era poco grato de ver, cuando se trataba de ancianas con los carrillos hinchados por mascadas de tabaco. Y luego, había allí una nueva presencia: la del indio de traza selvática, que venía a la ciudad en sus piraguas para ofrecer guayabas, bejucos medicinales, orquídeas o yerbas de cocimiento. Algunos traían sus hembras para prostituirlas en los fosos del Fuerte, a la sombra del Polvorín, o detrás de la clausurada iglesia de Saint-Sauveur. Se veían rostros tatuados o embadurnados con extraños tintes. Y lo más raro era que, a pesar de un sol que se metía por los ojos, realzando los exotismos del cuadro, aquel mundo abigarrado, pintoresco en apariencia, era un mundo triste, agobiado, donde todo parecía diluirse en sombras de aguafuerte. Un Arbol de la Libertad, plantado frente al feo y desconchado edificio que servía de Casa de Gobierno, se había secado por falta de riego."

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