Él le sonrió. Ella le sonrió. ¿cómo está usted hoy?, le dijo él o ella, da igual, Bien, con un poco de jaqueca, le contestó él o ella, da igual. Son los calores, se dijeron. Sí, debe de ser eso, en verano siempre pasa. Y luego la humedad, que no nos deja respirar. Quizás llueva hoy. No creo, el hombre del tiempo no ha dicho nada de lluvias. Bueno, entonces, otro día más de sofoco.
Iban paseando juntos, casi rozándose por la avenida del parque. Todos los días se encontraban allí, no de forma explicita. Pero ambos sabían que cuando llegaran al parque con sus respectivos nietos, el otro iba a estar allí esperándolo. Fingían que el encuentro había sido casual, y que no lo habían estado deseando durante todo el día, desde el mismo momento en el que se habían despedido la tarde anterior.
¡Juan! Ven aquí. Este niño me va a matar, decía ella. Déjele usted, es bueno que corran y que se diviertan un rato. Claro, eso lo dice usted porque su nieto es un sol de bueno y su nuera de usted lo quiere, pero ya sabe usted cómo es mi nuera... ¿Otra vez han discutido? Debería usted hablar con su hijo... Mi hijo, ay, sólo ve por sus ojos...
Siempre los mismos temas, cuando él hubiera querido decirle: Eres lo más bello que me ha pasado, y ella lo hubiera querido oír decir, y contestarle, Mi vida, tú sí que eres todo para mí, sentémonos aquí y dime esas palabras dulces que necesito oír, yo te las diré a ti. Cuando él le hubiera querido pedir que dejara aquella casa que se fuera con él, pero... y aquí volvía a la realidad, con él ¿dónde? Nada tenía para ofrecerle nada más que aquella avenida del parque. Y ella lo sabía. No obstante si él se lo hubiera propuesto, ella habría aceptado quedarse en aquel banco de aquella avenida todo lo que le quedara de vida.
¡Abuelo, abuelo! ¿nos vamos a casa?. Sí, nene, ya vamos. Ya lo ve usted, siempre igual, los chicos son los que mandan, pero no se preocupe usted, verá como todo se arregla. Es cierto, ¿qué nos queda ya sino ellos?
Y con el pensamiento se decía que no, que también le quedaba él, que era su única esperanza de sentirse viva.
Él tomó sus manos y en un movimientos instintivo le dio un beso en la palma. Ella no tuvo tiempo de reaccionar cuando lo vio alejarse con su nieto de la mano. Durante toda aquella tarde sintió que la mano le palpitaba. Él a ratos se felicitaba por su atrevimiento, a ratos se sentía culpable de alentar algo que no podría ser nada.
Al día siguiente los dos parecían haber olvidado aquel gesto de él, pero los dos sentían que estaban más cerca. Los temas de la conversación los mismos que todos los días: las nueras, los hijos, los nietos, el calor, y los otros temas, los que no se trataban en voz alta, los que sólo aparecían en las miradas, la soledad, la espera, el amor, el deseo que sentían y que siempre habían pensado que ya no volverían a sentir... Al final de la tarde, se decían adiós, hasta mañana, a ver si para mañana está usted mejor, sí, Dios lo quiera, seguro que son achaques pasajeros...
Pero un día él esperó, esperó, y ella no llegaba. Primero se enojó con ella por haberle dado ese plantón, luego comprendió que algo debía haberle pasado, y esperó con ansia la tarde siguiente. Y la tarde siguiente llegó, pero ella no apareció. Sí apareció Juan, el nieto, con una chica de uniforme. ¿Y la señora? Le preguntó con un hilo de voz, ¿no estará enferma? Yo soy un amigo de la abuela. La chica entre globo y globo de chicle le explicó que la señora estaba en el geriátrico, en ese tan mono que han abierto en la calle X. Está en la gloria, la pobre estaba tan maaaaaaal.
Mentira, mentira, mentira, se repetía él mientras que esperaba en la salita del geriátrico a que alguien lo recibiera. Ella estaba bien, tenía bochornos por el calor, pero estaba bien. Ese ha sido el sinsal de su hijo. No sabía cómo iba a hacerlo, pero había ido allí con un único objetivo, sacarla, llevársela como fuera. Por eso, cuando salió el encargado a recibirlo dijo que era un familiar de la señora, que había venido desde otra ciudad solo para verla y que, y esto lo dijo de la forma más humilde que pudo, le suplicaba que le permitiera dar una vuelta por la manzana paseando con ella, que a ella le iba a venir bien, que ella era muy andariega y que eso seguro que le vendría bien. El encargado estaba en sus horas bajas, no había dormido bien aquella noche y las muelas le dolían, eso al menos fue lo que dijo luego para justificarse.
Salieron agarrados del brazo, como si lo hubieran hecho toda su vida, ella sin comprender mucho de lo que sucedía, quizás algo dormida por los sedantes que le administraban para que durmiera. Pasito a pasito como si en realidad pasearan fueron dando la vuelta a la manzana, hasta que él comprobó que no lo podían ver desde ninguna de las ventanas de la residencia geriátrica. ¿Y ahora? Preguntó ella, o preguntó él, que eso importa poco. Ahora somos libres, contestó él o contestó ella, que eso tampoco importa mucho. Fueron hasta la avenida del parque. Te quiero tanto, dijo él o ella. Yo a ti también. No hubiera resistido vivir sin verte. Yo tampoco.
Algunos dijeron que lo habían visto pasear por aquella avenida toda la tarde, al caer la noche, cuando ya empezaba a sentirse el frescor de las últimas tardes del verano, salieron del parque.
Al día siguiente en una casita cercana, un vecino alarmado por el olor a gas llamó a la policía. Cuando entraron en la casa, encontraron dos cuerpos de dos ancianos, abrazados y echados sobre la cama, como si descansaran. Pero sólo encontraron los cuerpos, porque hay quien dice que sus almas siguen paseando por aquella avenida del parque, juntos para siempre."
María Inmaculada Manzanares Ruiz
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